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domingo, 24 de octubre de 2010

El aparador


"Sé que estás triste. Que aquel ente llamado destino te ha dejado con el nombre a base de consonantes. Vagas por tu mente, figuras una torre alta con el rostro de todas las mujeres y todos los hombres y todos los dioses que no has sido en esta vida, pero que intuyes hubieron albergado a tu corazón espasmódico en su piel. Atraes la alegría al sueño interrumpido. Miras por la limitada ventana los tendederos y crees haber hallado la noción del tiempo paralelo de esquina a esquina de los muros que los sostienen...".

"¿Es usted un quiromántico o un poeta con ánimos de hacer una novela?", le pregunté. Altaír y todas las constelaciones de mi mano quedaron a expensas de una hermenéutica de las manos del inconsciente colectivo humano, otra vez, sin descifrar. Ni falta que hiciera. Tanto hoy como ayer y mañana, el ciclo del hombre es idéntico al de las plantas, el agua y la existencia del día y la noche. Yo pasaré por los mismos estadíos que los otros, con algunas cosas en común -que respiro, como, bebo y amo, por ejemplo- y otras no -que creo en la virtud del conocimiento y me hincho de soberbia cada vez que noto que hay alguien que no sabe lo mismo que yo he leído en algún lugar, no muy lejano de esta edad que me aturde.

Me detengo en aquel aparador instantáneo, llamado "pantalla de plasma". El aparador me detuvo. Yo detuve al aparador. Ambos estamos detenidos en esta porción de firmamento. Miro esa cajita de Joseph Cornell y me digo que todo es posible atesorar, siempre y cuando no sea mi propio yo el que se atesore en la caja misma del recuerdo. Mi otro yo atávico, el prístino, el etérico y el que está por llegar, aunque no sepa muy bien si yo llegaré a conocerlo.

Reflexión de otoño 2010

En ocasiones, es necesario olvidarse de todo lo que no hemos sido para respirarnos mejor.

martes, 19 de octubre de 2010

Marina

—¿La noche será de qué azul?

—De pulpo entintado, abuela. Uno que viaja por las profundidades del océano. El cielo tendrá el color de tu segundo nombre. Ah, el mar. El inicio del mundo. ¿Estará ahí cuando se acabe?

—Todo seguirá en pie. El mundo termina sólo para el que parte a otro lugar, hijo.

—¿Estarás ahí cuando termine mi mundo?

—¿Acaso estuviste tú cuando inició el mío?

—No te rías, lo digo en serio. Sería bueno contar con tu presencia el día de mi arribo a ese lugar.

—¿Tienes hambre? ¿Qué se te antoja?

—Huevo con jamón.

—Ay, m’ijo. Fíjate que no hay jamón.

—Bueno, salgamos a comprarlo.

—Bueno, pero cuando termine mi novela. La muchacha está a punto de abrir los ojos.

—Siempre los abren las protagonistas de las novelas, abuela. Yo no sé…

—Sí, sí, ya. Pero con mis novelas puedo soñar. Tus noticias sólo me traen agruras.

—“Hay otro mundo, pero está en éste”, decía Eluard.

—No me vengas con tus filosofadas. De perdido cállate en lo que se acaba mi novela.

—Te espero allá afuera.

—Ándale, salte y pídele a las estrellas una mujer a quien te puedas coger: tú sólo sabes dar la lata. Y de paso ve por el pan. Por el pan. Tuc-tuc-tuc. Por el poan. Zztsss…

Sacó la cinta con un esfuerzo tal que acabó rompiéndola. Tomó un cigarro. Iba a encenderlo en el balcón, pero no lo hizo.

—Regreso al rato —dijo mientras se ponía una chaqueta. Cerró la grabadora y tiró la cinta camino a la puerta que lo invitaba a caminar la tarde y adivinar el color de la noche agazapada detrás del crepúsculo.

sábado, 16 de octubre de 2010

MELÓDICAS APOLOGÍAS AL DESENCANTO

“And if the snow buries my neighborhood”. Toqué una y otra vez la canción en mi i-pod durante el viaje. El trayecto de Saltillo al DF en camión es largo, más si estás como un niño ansiando llegar a tu destino final. Creo en los viajes como una travesía a través de un gran túnel. Desde hace algún tiempo creo también en la posibilidad del cambio de dimensión: de otro modo uno no se explica por qué deben pasar horas y kilómetros hasta llegar a una nueva realidad.

“Win y William Butler, Régine Chasagne, Richard Reed Parry, Tim Kingsbury, Sarah Neufeld, Jeremy Gara y Marika Anthony Shaw, mejor conocidos como The Arcade Fire, llegaron al Palacio de los Deportes de la Ciudad de México por aquel emblemático túnel que marcaría el inicio de una travesía musical de más de seis años para encontrarse con trece mil personas reunidas ­­­–algunas caracterizadas como Win, líder de la banda canadiense; otras, como Régine, esposa de aquél y creadora de los delicados y característicos acordes de la agrupación­– y cantar algunas de las más de sesenta canciones que conforman su discografía, reunida en un EP, tres discos, más unos cuantos covers realizados al lado de genios musicales contemporáneos, como es el caso de David Bowie”. Así escribiré mi nota para el blog, cuando pueda tener internet.

No hay mejor canción que proyecte un viaje de ida y vuelta, horizontal y verticalmente (horizontal: hacia la nada/realidad que uno pida; vertical: desde la magnitud del cosmos hasta la pluma y el papel. Poesía o narrativa. Invención de una nueva realidad. Toque místico) como mi canción, “Neighborhood no. 1 (Tunnels)” de The Arcade Fire. Su código pareciera haber sido creado justo para mí: me sigue funcionando igual que me funcionó hace cinco años. No hace mucho que ella me desveló el gran misterio de mi vida.

Me dirigía hacia la UANE procedente de Casa Purcell, a las cinco y media de la tarde, en la ruta 2A. Todavía se usaban los diskman (o era que yo aún no tenía un i-pod). Cargaba, como siempre, con un montón de triques. Libros, la mayoría. Aunque no el tipo de libros que ahora tanto disfruto. Aquellos hablaban de derecho mercantil, bursátil, bienes y sucesiones. A lo mucho, me agradaba leer los de derecho constitucional, pero esos eran de cabecera. También cargaba con un cuaderno para anotar mis apuntes del taller de animación en 2D. Por esa época estaba segurísima que quería ser pintora o diseñadora en mis tiempos libres.

El fuerte calor de mayo se había instalado en mi asiento. Le daba todo el sol. Abrí las ventanas y cerré los ojos, como entregándome al viento. Estaba cansada. Me cansa ir a los lugares a donde no quiero ir. Encendí mi diskman en aquella canción: “You change all the lead/ sleeping in my head./ As the day grows dim/ I hear you sing a golden hymn/ (the song I was trying to sing)”.

Algo me poseyó. Agarrando un rayo de aquel sol, ese algo abrió mi cuerpo e hizo un torbellino. “Purify the colours,/ purify my mind/ and spread the ashes/ all over this heart of mine!”. El coro final atestiguaba la revelación: yo no quería ser abogada. Quería ser escritora. Escribir poesía, hacer cuentos. ¿Qué diablos hago estudiando derecho?

Así fue como me liberé, gracias a The Arcade Fire. Por eso debí empeñar algunas cosas inservibles para poder viajar hasta la Ciudad de México. Era un tributo a aquel encuentro definitivo con el amor a lo que ahora hago. Una forma de agradecerle a un grupo la creación de los acordes que me han dado el gusto de vivir lo que realmente quiero vivir.

El camión se para en San Luis Potosí. Yo no puedo esperar más. Son las dos y media de la mañana. Llego hasta las ocho y cuarenta. Qué horror. Nada para leer: ya me leí los dos libros que me faltaban. La espera. Esa cosa que da tormento chino. ¿Por qué le damos tanto valor al tiempo que embiste a la ansiedad de frente? Faltan como dieciocho horas para poder escuchar las otras rolas que también han tenido algo que ver con la mirada que tengo de la vida (esa sepia, contestataria visión pre-emo –los emo siempre hemos existido, lo que pasa es que no nos peinábamos así–). Ojalá que canten “Ocean of Noise”. Me recuerda a algún ex que perdí en el destino. Y que canten “Intervention”. Me encanta molestar a los santurrones de la iglesia. A la iglesia misma. O la de “Sprawl II”, la canción del verano del 2010: “Me descubrí como una eterna adolescente que odia los centros comerciales y no cree que en este mundo actual exista el amor sin límites: al menos yo no lo he visto”, diría si alguien me entrevistara –qué risa–.

“’Gracias por la espera’ dijeron. Y el público les perdonó la hora y quince minutos que aguardaron para ver en el escenario a la banda catalogada entre el indie y el art-rock, y que en el 2005 recibiera una calificación de 9.7 (yo les habría dado el 100) en el Pitchfork Media con su álbum debut, “Funeral”, de donde se desprenden las canciones “Laika” y “Haití”, cuyas líneas “Ma famille set me free. Throw my ashes into the sea” (Mi familia me libera. Echa mis cenizas al mar), interpretadas por la voz de una Régine que no se cansa de crear, pero tampoco de reclamar las disparidades del mundo contemporáneo occidental, retumbaron en aquel espacio que de pronto se volvió un mundo ajeno al presente. (Me duele la cabeza. El señor que vende chelas me grita en el oído. Estoy mareada, no veo bien con esa reja y mi ojo derecho con problemas en la retina. Si esos asientos que están adelante no se ocupan, voy a cambiarme de lugar. Régine y Win, ¿por qué habrán tardado tanto?)”. Obvio, esto último no lo pondré en la nota.

“Los colores del consumismo y el asfalto se dieron cita con el juego de luces amarillas y negras que transformaban a los integrantes de la banda en postes de obras en construcción mientras cantaban los temas de ‘The Suburbs’, su álbum más reciente, para luego hacer de ellos una discoteca efímera a la hora de cantar ‘Sprawl II (Mountains Beyond Mountains)’: ‘I need the darkness, someone please cut the lights’ (necesito la oscuridad, alguien por favor apague las luces), cantaban. Y el puente de la mítica rola ochentera ‘Girls Just Wanna Have Fun’, de Cindy Lauper, se erigió en una danzable apología al desencanto que provoca en algunos sectores de la juventud la pérdida de lo natural para ver en su lugar únicamente multi-iluminados pero inexpresivos edificios”. En realidad hubiera preferido que Livio escuchara la rola. Esto debió ser un momento digno de compartir. Pero a la hora de llamarlo, el maldito celular se quedó sin señal: ¿A dónde fregados quedan entonces los rebotes de este palacio, si ni siquiera por rebote puedo llamarle a mi amigo?

“’Wake Up’ fue la encargada de sellar un diálogo vivo entre creadores y tocados por la magia de acordes hipnóticos que se renuevan cada vez que temas como “Intervention”, “Crown of Love”, “No Cars Go”, “In the Backseat”, “Rococó”, o “Power Out” suenan en un i-pod (y esta vez, en vivo). El guión de dicho diálogo y las líneas del hermetismo contemplativo de sus canciones sólo fueron desentrañadas por quienes han sabido prestar sus oídos al lenguaje del caos existente allá afuera, capaz de todo, incluso de producir una belleza chispeante en medio de la fealdad y la melancolía, la añoranza y el vacío. Tal como ocurrió la noche del miércoles 13 de octubre”. Así pienso cerrar la nota.

Salí del Palacio de los Deportes. Me sentí tan felizmente acompañada en la soledad como cuando arribé a esta ciudad extraordinaria. Soy temeraria, es cierto: anduve de un lado a otro yo sola (y en metro) todo el día. Pero no soy ilusa: dudo mucho que encuentre algún lugar dónde divertirme, a estas horas, sola ­–las once y media de la noche– y sin que me ocurra algo. Debería llamarle a alguien, al fin que me sobran amigos en esta ciudad –la única en la que, confieso, quisiera vivir el resto de mi vida–. No, prefiero caminar un poco y luego subirme a un taxi. Está chidísima la camiseta que me compré. Chin, era mi cena. Ni hablar: pingüinos, ahí les voy.

El chofer del taxi me pregunta que de dónde vengo. “Vengo de un túnel”, le dije. Me miró con ojos de siquiatra diagnosticando a un esquizofrénico recién ingresado. Pero rebién que me cobró sus cuarenta y dos pesos con cincuenta centavos (obvié que me trajo por calles a donde no debía ir sólo por hacer tiempo: usted dé vueltas, al fin que yo quiero mantener el barullo en mis oídos, la prueba más fidedigna de que estuve ahí, en el ritual que esperé hacer durante tanto tiempo). Entré a mi cuarto. Puse de nuevo todos los discos en mi habitación. El claxon de los autos y uno que otro avión se me confundían con los acordes de Régine tocando el monocordio.

Atravesé un túnel que me llevó al día siguiente. Creo que después de muchas noches, dormí auténticamente feliz.