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jueves, 23 de septiembre de 2010

SECTOR MAÍZ

—TENIENTE, TENEMOS UN PROBLEMA —dijo con su acento tarahumara el comandante Salcedo—. Algo escandaloso.
—¿Qué pasa? —preguntó el teniente mientras pasaba su otrora blanco pañuelo por la frente oliva y arrugada— ¿Acaso el ex cura implora piedad?
—No, qué va, si ya fue fusilado —contestó la boca lampiña del comandante—. Ya hasta le corté la cabeza.
—Entonces, ¿qué es? —Volvió a inquirir el teniente, la voz destemplada— ¿Acaso te son insuficientes los veinte pesos que te di?
—El cura estaba seco, Teniente. Venga conmigo y le mostraré.
Ambos bajaron. El comandante, lleno de angustia ante la posibilidad de perder sus monedas; el teniente, con la espada a punto de ver la luz de las ocho de la mañana.
El patio del Colegio de los Jesuitas en Chihuahua recibió a los dos hombres con un pelotón arrodillado, trémulos rosarios en las manos y escapularios como sogas alrededor de sus cuellos desnudos y sudorosos. Rezaban credos y actos de contrición con la cabeza perdida entre las nubes de un julio inexplicablemente seco: los monzones esteparios veraniegos aún no llegaban en ese año, el once.
Con las capas de cuero de su chaqueta militar albergando el estridente olor de la sal de un hombre al servicio de las tropas realistas, el teniente guardó la mitad del cuerpo de su espada, lista ya para entrometerse en la vida de los otros, como era su costumbre.
Luego, se inclinó cuidadosamente sobre el cadáver acéfalo de Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla Gallaga Mondarte Villaseñor, otrora Cura Hidalgo y el último en caer tras la emboscada del ahora Coronel Elizondo, mejor conocido entre los militares como “El espía veloz de Acatita de Baján” tras el rápido encumbramiento que obtuvo dentro de la milicia de la Nueva España.
—¿Por qué rezan? ¿Por qué han limpiado la sangre de este hombre? —Preguntó furioso el teniente— ¿Qué no ven que matar a un traidor no es pecado?
—Mi Teniente, el cuerpo no ha sido tocado desde el fusilamiento —respondió un hombre del pelotón mientras apretaba las cuentas del rosario con sus uñas cafés—. Al cura no le corría sangre por las venas.
—Ya con éste son cuatro —dijo un soldado más mientras ayudaba a otro compañero a incorporarse—.
—¿Cómo que cuatro?
—Los otros tres fusilados tampoco sangraron, mi Teniente —dijo el comandante Salcedo.
—¿Y por qué tanta tardanza en decírmelo?
—Queríamos comprobar que en verdad esto fuera una señal, mi Teniente…
El cielo se abrió para desplegar su blanca escalera mientras el patio se llenaba de Aves Marías y pupilas repletas de seres nunca antes vistos que escoltaban a un hombre blanco y barbado, de aspecto soberbio y seductor, a cuyos costados se lograban perfilar las siluetas de los cuatro insurgentes, más vivos que nunca.

ES A ESTA HORA DEL DÍA CUANDO el Teteocán despliega la puerta que da a la zona del Ilhuicátl, donde el dios amarillo del sol se come las flores de las estrellas haciendo que la esperanza siempre vuelva. O al menos así les dijo Miguel a todos sus feligreses en la misa del primero de septiembre del año-hombre pasado: “Miren siempre hacia el sol. Es el sol lo que uno de estos días nos traerá buenas noticias”.
Lo que nadie sabía (excepto Miguel), es que aquella frase era enteramente cierta: hoy regresaré con los hombres de mi sector y mi promesa habrá sido cumplida.
Espejo, no me muestres así. No malinterpretes mis acciones. Esto no es un acto heroico. Yo no hago esto por el hecho de cumplirles una promesa a esos hombrecillos, sino por la urgencia que tengo de llenar el formato de trabajos realizados por mí con los terrícolas del sector que tengo a mi cargo, ahora que Gucumatz está por realizar la auditoría cósmica de cada era. No quiero que me ocurra lo que a Zeus hace unos días: Odín lo ha pillado y la multa asciende a dos guerras exorbitantes dentro de tres meses, más el extravío del registro de quién es en verdad Zeus y cuál es su función asignada como “dios” del Sector Mapa.
Regresaré y estableceré ahí mi reinado. Mi gente está de acuerdo con mi plan: es el proyecto de más pronta y fácil realización, por lo que las vacaciones a las playas intergalácticas están más que aseguradas. Y en realidad esos hombres merecen que mi efigie vuelva a gobernarles, ¿no es así, espejo? Eso: qué bien lucen mis barbas de plata cuando estamos de acuerdo tú y yo.
Ya he hablado con Miguel y los otros tres (sus nombres se me confunden), y puesto que estoy casi seguro que alguien los traicionará, he mandado sustituirlos por unos hombres idénticos a ellos, pero sin sangre ni corazón.
Creo en ellos porque no me queda de otra, y porque el Ingenioso Cura Don Miguel Hidalgo –como le dice “El Negro” Tezcatlipoca– nos convenció a la banda con su cara de güero enajenado de que él y sus amigos son los idóneos para realizar esta empresa.
Al Ingenioso lo conocimos un miércoles de luna llena en que sintonizábamos el canal mexica en nuestra esfera de humo para ver qué ocurría dentro del Sector Maíz. Ahí estaba, en medio de la sierra, practicando el viejo ritual del jade y la obsidiana para entablar contacto con nosotros, “la deidad”.
Al Negro, al Tona y a mí el cura nos pareció un desquiciado soberbio. “Otro raro más”, dijimos mientras le cambiamos de canal para ver la final del juego de pelota maya.
Sin embargo, el fervor de Miguel (y nuestra vanidad, hay que reconocerlo) a todos nos sedujo, al grado de que hicimos una costumbre el sintonizar, cada miércoles de luna llena, el canal. Pronto comenzamos a considerar sus actos como sinceros y dejamos de juzgarlo como un extravagante y absurdo criollo (tan común entre los descendientes de Hera y Zeus). Le tomamos cariño al muchacho, pues.
Contactamos al güero la noche de San Juan del año-hombre de 1805. No es necesario decir que Hidalgo inmediatamente se comprometió con la propuesta: es blanco y es descendiente del Sector Mapa, después de todo. Y a todo descendiente del Sector Mapa, muy en el fondo, le gustaría verse convertido en gobernante. Aunque, siendo justos, el Ingenioso ha sido el mejor de los súbditos terrícolas que hayamos tenido en nuestra administración.
Dentro de unos minutos divinos, el Sector Maíz será de nuevo el Reino de Quetzalcóatl, el mejor de los ocho sectores del Cascabel Azul.

“LA VANIDAD ARRASA CON LA DEIDAD” (o con la superioridad del extraterrestre). Ése es el título de mi tesis para el doctorado, Director. No me mire así, todo escandalizado. Le explico:
Si Quetzalcóatl (cuyo nombre real es inaudible por nuestros oídos humanos) no hubiera sido escuchado por Gucumatz cuando aquél se peinaba las barbas de plata frente al espejo de sucesos especiales, el Plan Quetzalcóatl habría salido como se esperaba y muy probablemente los quetzalcoatlenses seríamos ahora el número uno en todo lo que se nos antojara.
Pero no. Ocurrió a cambio la catástrofe, la maldición del supremo creador pronunciada justo en el momento en el que el Jefe del entonces Sector Maíz (nuestro Sector Vacío de ahora) descendía con su escolta galáctica y los cuatro insurgentes: quienes nazcamos aquí, estamos condenados a vivir la soledad en medio de la vastedad geográfica.
¿Qué está usted diciendo? ¿Cómo que los resultados de mi investigación podrían dañar a nuestra sociedad al perturbarle su tranquilidad inducida? ¿Que estoy expulsado de la institución? ¡Pero una verdad nunca debe ser escondida…! Ah, ya veo. El protocolo galáctico. No, no tiene nada qué explicarme. No se moleste, no necesita darme un abrazo, Doctor. Esto es la Universidad de Acatempan, no un concurso perdido: entiéndalo.

“CON LA VASTA TIERRA DE LA MANO DEL padre, y los ecos del vacío en tu alma cantando alabanzas al jamás…". Pobre Juan Domínguez, cantando el himno de su país mientras desciende las escaleras de esa universidad. Para él ya tampoco es una pregunta al aire lo que se siente el tener un puñado de esperanza entre las manos…”.
—¡Gucumatz, apaga la condenada esfera! ¡Ya déjame dormir! —dijo Coatlicue antes de voltear sus caderas anchas hacia el otro lado del lecho.



(Publicado en la revista "Parteaguas", Julio de 2010).

miércoles, 22 de septiembre de 2010

El trapo

Señor, he perdido la memoria. Se lo juro. Ya no puedo contarle qué pasará con los estados de cuenta de la empresa. Tampoco podré ayudarle a distinguir en las cenas quién es quién, ni mucho menos prevenirle de que diga algo vergonzoso. No me mire así, le juro que no es mi idea mortificarle la vida. Claro que sé lo que se siente hacerle pasar una mala jugada a alguien que depende de uno: únicamente he perdido la memoria, señor. No sé qué me ocurrió… No, no fue ningún golpe… ¡Señor! ¿Cómo se atreve? Mis vicios únicamente se limitan a las mujeres y el cigarro.
La última vez que recuerdo haber recordado todo, estaba en mi casa, aprovechando el puente del quince para hacer lo que nunca hago: satisfacer a mi esposa, cuidar de mis hijos, bañar al perro y lavar el auto… ¡El auto! Pero claro, ¿cómo no lo había recordado antes?
Nada, señor. ¿Me permite sentarme? Así será un poco más cómodo platicarle… ¿Con dos de azúcar, verdad? Enseguida.
Ah, le decía que me puse a lavar mi auto. Nunca lo hago, es verdad que normalmente lo llevo al lavado para que haga las cosas por mí. Pero es que el día anterior crucé un vado de aguas negras y justo cuando estaba en lo más profundo, una enorme camioneta negra pasó por mi lado derecho y me aventó una ola pestilente. Sí, un verdadero asco. Lo peor de todo, es que iba conmigo el Ingeniero González. Eso sí que fue una vergüenza.
Total, que para olvidarme de la doble humillación (comprenderá que los dueños de autos compactos nos sentimos tanto o más humillados que cualquier otro vehículo cuando un mastodonte de hojalata frente al mundo desnuda la mediocridad de nuestra raza), decidí levantarme al día siguiente a lavarlo. No sabe, jefe, fue increíble la experiencia: la primer mácula que vi fue la del cofre. Al intentar borrarla, se me vino a la cabeza aquella noche cuando cerramos el trato con el judío aquel al que le apestaban los pies. Mientras tallaba, recordaba con una claridad inusitada cada uno de los parlamentos, que se sucedían con la misma fluidez con que fueron pronunciados en aquella ocasión.
Me sentí extrañado de tener de pronto tan buena memoria, de modo que quise repetir el acto. Cuál fue mi sorpresa que el evento había desaparecido de mi mente. Ni una sola imagen estaba ya en mi cabeza. Era como si un documento en Word se me hubiera aparecido con todas las palabras exactas para ser pronunciadas en alguna cena oficial, al término de la cual sólo queda la admiración de los escuchas, mas no el discurso en sí.
Entre desconcertado y al mismo tiempo lleno de curiosidad, me puse a recordar algún evento igualmente vívido. Nada. Supuse que era algo del líquido limpiador, así que vertí menos cantidad al pañuelo y continué con la segunda gran mancha.
De repente, nuevamente me encontraba evocando la tarde aquella cuando el jefe de la región sureste por poco nos deja en ridículo porque se dio cuenta de lo mal maquilladas que nos había dejado la Paty las cuentas contables del año 2003. Otra vez: tallaba y los diálogos de todos –hasta los ruiditos más insignificantes que ocurrían en la sala- se vertían uno tras otro en la parte posterior de mis pupilas, absortas en aquello que estaba viendo. Pero cuando quise recordar por segunda vez las pantorrillas de Anita, la de la región occidente, no pude. Otra vez mi mente estaba en blanco.
En vano intenté ya no ponerme a investigar el porqué de esta situación, poniéndome a tallar como si cualquier cosa el resto del carro. Pero usted ya me conoce, la perseverancia y la resistencia no son mi fuerte, y sí soy bastante testarudo. Frenéticamente comencé a limpiar cuanta manchita hallaba a mi paso, mientras veía en mi mente cómo iban desvaneciéndose todas las cosas dichas a todos sus inmundos clientes. Porque hay que reconocerlo, patrón, usted se carga cada clientecito que bueno…
Era mi trapo un Atila el huno con las manchas y los malos recuerdos.
Terminé feliz, tenía años de no sentirme libre de culpas y resentimientos. Decidí, pues, que vendría hoy lunes, justo después del puente, a presentarle mi amnesia como causal de despido. Verá, me siento tan tremendamente zen en estos días que ya no deseo iniciar el viaje de regreso a ésta, nuestra segunda casa…
Sí, sé que se siente usted muy triste por lo que le digo. Pero no llore, caray. No hay nada más enternecedor que verlo a usted llorando. Mire, tome pañuelo. No se fije en su textura y el deshilachado… ¡No, hombre! ¿Cómo va a pensar usted que le estoy dando un trapo? Anda, séquese las lágrimas. A ver, un ojito. Eso. De seguro le quedaron lagañas en el otro, por eso no ve bien. A ver, límpiese el otro ojo. Ah, es que se fue la luz, al rato regresa… Es la alergia, señor: nadie de la oficina se escapa. Afortunado usted, que no percibe olor alguno. Yo, en cambio, tengo que soportar toda la ristra de olores que manan de mi casa, desde la comida de mi señora hasta las croquetas del perro… No lo escucho bien, hable usted más fuerte… ¿Señor? ¿Sigue usted ahí? Supongo que lo que intenta decirme es que tome este cheque. Con gusto lo haré, faltaba más. Ah, y de paso, regréseme mi trapo.

domingo, 19 de septiembre de 2010

ROCKDRIGO (O LOS 25 AÑOS QUE YA ATRAVESAMOS EN ESTA HISTORIA –Y SIN TI-)

“Huapanguero, quisiera expresarte a tí
mis sentimientos”.

Rockdrigo dibujó una guitarra en su carta natal. Sólo las guitarras emulan la perfección del cuerpo femenino, en sonido y en cuerpo. Se apoderó de las espinas y las hizo profecías mexicanas, cumplidas una a una y año tras año: desde “Los Intelectuales” hasta “Gustavo”, no existe algo compuesto por Rockdrigo que no haya sido cumplido. Las canciones del Profeta del Nopal se actualizan dentro de un pretérito perfectible en este presente retroprogresivo (por no llamarle involucionado). En la lírica de Rodrigo González Guzmán (Tampico, Tamaulipas, 25 de diciembre de 1950 – Ciudad de México, 19 de septiembre de 1985) puede leerse un futuro que se deja atrás día a día y desde el arribo del TLCAN con canciones como la de “Tiempo de Híbridos”.
Estudiar, conocer e incluso amar la obra de Rockdrigo es una tarea obligatoria para todo aquel que quiera verse realmente enterado de las consecuencias que dejaron el Bicentenario y el Centenario que tan mareados a todos nos traen, aparte de leer a Ibargüengoitia, Monsiváis y Rulfo. En cada letra de Rockdrigo se oye latir un intertexto en donde el conocedor del antropólogo James George Frazer susurra con una ironía deliciosa: “México está preparado para el futuro, ¡vámonos todos al rancho electrónico! Los frijoles poéticos nos esperan”.


Dicen que la muerte…

Tal vez por eso murió aplastado: el peso de la verdad suele caer como un fardo en los hombros de los librepensadores. Le pasa a todos los que se atreven a divulgar lo que resultó de eternas noches en vigía, sea en fanzines que van a dar al bote de la basura, sea arrojando moneditas como Adrián, director de la extinta Universidad Universo, sea postulándose a un premio de literatura, sea cantando canciones que muchos llevamos como pegadas en nuestras primera y segunda pieles (es conveniente llevar dos pieles en estos días)… Tal peso sólo es soportable por verdaderos Kamikazes del Arte en tiempos de un oscurantismo tecnócrata que va para rato.
O a lo mejor a Rockdrigo se lo cargó la misma suerte que se lleva de encuentro a los intelectuales mexicanos que primero mueren antes que cambiar de ideas: hay un yunque sobrevolándolos día y noche, soles tras soles, en el consciente colectivo mexicano. No se conoce, hasta la fecha, a un sobreviviente del aparato censor existente en la década en la que El Profeta del Nopal fuera protagonista. Los garbanzos matemáticos no fallan. Y entonces, el terremoto del 85 vendría siendo solo una triste, absurda y poco afortunada coincidencia.
Quién sabe. Lo que sí es cierto, es que La Muerte anda siempre muy atareada, llevándose viejos, también muchachadas, en este país.


En la vulgar falta de identidad

Conocí a Rockdrigo un día de esos destinados a vagar por la pulga Nuevo Saltillo, cuando yo tenía 14 años. Mi vulgar falta de identidad me llevó a buscar cassettes de grupos que prefiero no mencionar. Pero el estribillo “préstame tu máquina del tiempo” me desvió de pasillo. Ahí estaba ese vendedor chilango con un montón de cassettes extraños. Su stand era una representación a escala de uno de los del mercado del Chopo. Rockdrigo era el rey del lugar.
No tengo que describir que quedé prendada de su ingenio (del Rockdrigo, no del vendedor). Su música tal vez no sería el non plus ultra, pero para escuchar ritmos bailables o sui géneris estaban otros “artistas” como ABBA u OV7. Rockdrigo me regaló, desde ese día, un mundo ajeno: México era una grieta, una cicatriz que manaba risas agridulces en letras hechas con todo el ingenio de un errante en su propio pueblo. Odié al tiempo y al universo (al que ambos le escribimos tanto) cuando supe que El Profeta del Nopal no existía más en la Tierra.
Contestatario, rockero rupestre, alburero (favor de oír “El Ete”), huapanguero de un país en transición… eso ha sido Rockdrigo para quienes lo conocemos. Pero para mí, al igual que Monsi y las Histerietas de la Jornada, Rockdrigo fue un formador de un tercer ojo capaz de criticar a esta nación que no tiene pies ni cabeza, pero que no deja de ser la nación de uno.
El doble discurso mexicano–Televisa vs. la miseria del campo y del obrero, por ejemplo– deja de doler cuando emergen las canciones de este juglar que nació en un planeta equivocado y que no tuvo tiempo de cambiar su vida (y qué bueno que fue así).


“Disparado hacia el cielo rumbo a Andrómeda/ vagando por el infinito voy”

Todos imaginamos cielos inexistentes que nos darán abrigo a la hora de morir. Cielos dantescos, cielos cristianos, cielos germanos, cielos mayas, cielos aztecas. Un cielo dónde guarecerse del horror de estar vivos; uno para perpetuar la alegría que nos embarga la tan temida espera de la muerte.
No creo que haya sido el caso de Rockdrigo.
Por lo tanto, este hombre seguramente no tiene un cielo aún: Rockdrigo ya tenía desde que habitó este planeta una dimensión llena de smog. Creo poder verlo viajando aún rumbo a Andrómeda. El viaje es largo, él no lleva prisa. Y nomás no se va.
No se va, porque varios miles (me incluyo), esperamos que regrese como una especie de subdios descendiendo de una nave hecha de una bolsa de papas fritas y un envase de cheve para mostrarnos que la grandeza de un país no es el sentido obtuso que otorga el nacionalismo a ultranza, sino la verdadera capacidad para apreciar los detalles que valen la pena ver, como los paisajes y los hombres que viven historias dentro de tales escenarios.
Rockdrigo: Eres la bitácora, el oráculo y una adivinanza con respuesta tácita. Eres como el Rey del Viento de La Huasteca. Y el innegable Profeta del Nopal. Así eres tú.
Y ante tu insuperable ausencia, te pido discretamente: Préstame tu máquina del tiempo.



(Publicado en la revista virtual coahuilense "Agárrate. Magazzine Cultural", Septiembre de 2010).

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Ojos

Por cada par de ojos que leen una historia, los personajes la viven una y otra vez. He ahí el milagro de la escritura y la prodigiosidad de la lectura: todos nos convertimos en dioses.

martes, 7 de septiembre de 2010

Frase corta, frase larga (ejercicio no. 1)

Frase corta: El saludo largo está de moda
Frase larga: El vuelo de una mariposa solía tener un sujeto tácito.
Frase corta: México no está de fiesta.
Frase larga: Sólo la Miss Universo cree en el realismo mágico de estos días.
Frase corta: La vida no vale nada.
Frase larga: Hay demasiadas ausencias como para prenderle cuetes a los festejos.
Frase corta: Alguna vez creímos en algo.
Frase larga: Creer es humano, abandonarse al pensamiento mágico no te equipara con lo divino.
Frase corta: El tiempo es cosa de humanos.
Frase larga: El mundo está ávido por llegar lo antes posible (no se sabe adónde, la cosa es llegar).

Frase larga: Viva México, donde quiera que se encuentre.

lunes, 6 de septiembre de 2010

A medio vaciar

Inauguro sección: Los cuentos rechazados en el taller de narrativa. Tengo un chorro, pero voy a ponerles el más reciente, presentado el viernes pasado. Venga, pues.


Abrió la puerta, medio dormido. Sí, el mismo, contestó con la voz pastosa mientras encendía un cigarro. Qué fue lo que pasó, eso es lo que yo también quisiera saber… No, no vino por él, mírelo. Al fondo, el gris Oxford del frac hecho con las mejores telas traídas desde el otro lado platicaba con la pared malva del lugar.

—¿Cómo está la novia?

LAS DOCE. EL DÍA NO PARECE de primavera nueva, sino de un noviembre lagañoso: un sol a medio salir calienta las cabezas de los transeúntes que pasan ensimismados en sus cosas del trabajo, rápido, sin ver, hasta crear una cadena alimenticia a punto de romperse que se da codazos y no mira a quién golpea o a quién roza sin propósito, a esta hora del día, en esta calle.

En medio del torrente humano, en la tercera casa (la pintada de fucsia con amarillo), están Epigmenio y Sofía.

—No y no. Ya te dije que aunque nos casemos, no te daré este anillo. ¿Cómo que por qué? Pues porque es mío y punto. Ya, no empieces y no pongas esa cara, Sofía: hay cosas en esta vida que no se pueden dar, ni siquiera compartir. Ándale, ya te está hablando el modisto para que pases y te pruebes el vestido. Que no, no te voy a ver, niña. Mira: estaré viendo hacia la calle, tontita. Yo te cuido tu bolsa, déjala aquí.

Refulgir con ese vestido y aquel talle era poco, especialmente aquel día de sol lagañoso y los ojos de Epigmenio no pudieron sino hacer lo que otros ojos hacen cuando han vivido muchos años bajo las nubes y ven al sol en su esplendor por primera vez.

Tomó su mano, blanquísima y helada. “El anillo es tuyo. Deja voy a probarme mi frac”.

LAS CAMPANADAS DE UNA CATEDRAL son tan cursis como el propósito mismo de la ceremonia de blanco total y olor a nardos. La gente que las oye, a falta de sirenas, se acerca, atolondrada por su encanto para, una vez situados en alguno de los pliegues del churriguerismo de sus muros, atestiguar un acto que supone la continuidad de la especie y la permanencia del concepto del amor como una tradición para mantener en pie el deber ser de la vida misma.

Sofía era tan cursi como cualquiera otra saltillense, años más, años menos. Quizás años más: tenía veinticinco. Bajó delicadamente del carruaje decorado ex profeso para su unión con Epigmenio, ese guaripudo bigotón que la trajo cacheteando el suelo desde que lo matriculó por primera vez en la carrera de Ingeniero Botánico. Sus botas terminadas en un pico de plata fue la tijera que cortó el corsé de su virginidad: desde que lo miró entrar a la dirección aquella mañana de agosto, supo que era suyo.

Caminó señorialmente hasta la entrada de la capilla del Santo Cristo, sola. Su madre la miraba desde la banca lateral, adornada con nardos y jazmines al centro. Su padre, creía ella, la miraba desde el infierno.

El blanco impoluto de sus zapatos únicamente competía con la organza del vestido confeccionado por los dedos regordetes de Ángel, el mejor modisto de la ciudad. Ni el blanco de los ojos de la virgen o la sotana del sacerdote le hacían mella al fulgor. Sofía no era una novia, era un cisne encantado a los pies del altar. No hablaba, no sentía el calor de junio, no expresaba la mínima de las emociones. El maquillaje debía permanecer intacto.

Pero ningún propósito humano se cumple. A las diez de la noche, Sofía era una muñeca dibujada en tinta china sobre papel de albanenen por un principiante que no sabe usar las plumillas.

LUNES. ÁNGEL VA VESTIDO de palomo y no se casa ni casará a nadie. Nadie casa a nadie los lunes, los lunes son para trabajar para mantener el sueño que se construyó algún viernes o sábado de letargo azul plúmbago o rosa malva. Ángel va vestido de palomo y se dirige al anfiteatro. Ángel es enfermero en el hospital civil. Ojalá que volver ilusiones en sedas, rasos y organzas se pudiera hacer toda la vida, todo el tiempo.

—Te necesitan en el anfiteatro. No hay enfermera y hay que hacer una autopsia.

Ángel se desliza por las escaleras del hospital y llega al inframundo. Una cara conocida se asoma.

—Yo no me atrevo a entrar. Además, no podría…

Detrás del cisne desplumado estaba Sofía, esperando una señal para dejar de esperar a Epigmenio.

Ángel entró. Ángel levantó la sábana que cubría el cadáver.

Ángel no vomitó sobre la mitad chamuscada de aquel cuerpo y prefirió concentrarse en el falo. Mientras el médico diseccionaba el tórax ennegrecido, el enfermero observó bien el ancho de los muslos. Todo coincidía, no necesitaba traer su cinta métrica.

MALDITO TRAIDOR. FALLASTE a nuestro juramento. Yo, que te prometí amarte más allá del cielo y de los hombres. Yo, que te amé como a mi hombre entre todos los hombres de este mundo. Te dije que podría compartirlo todo con ella, menos nuestro símbolo de amor. Porque sabías muy bien que lo nuestro estaba pactado en nuestros anillos. ¡Muérete, estúpido! ¡Arde, arde, arde como sólo pudo arder mi corazón de pasión y furia por ti! Si no te voy a tener yo, tampoco ella

—decía incesantemente Leopoldo, la mano izquierda ocupada con una daga marcada con la firma roja de Epigmenio en ella; la derecha con un bote con gasolina a medio vaciar.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Irredenta Coyolxauhqui III





La tercera versión de Irredenta Coyolxauhqui al fin puede leerse y está en Guardagujas, edición de aniversario, II parte:

http://www.lajornadaaguascalientes.com.mx/guardagujas/wp-content/PDF/14.pdf


[Es la carta número 18, en este lado de la luna].