Por fuera soy el perro que te desvela, luna, con aullidos.
Por dentro soy un niño que intenta tararearte su canción de cuna,
tomarte con su mano cada vez más pequeña.
Y adentro del adentro soy un perro más grande
que te lame los pies de mayo en plenilunio.
Y afuera de un niño todavía más pequeño
que te dice su nombre, te besa y no te besa,
te refleja en sus ojos, luna frágil y eterna.
En el
momento de crear un sonido, inevitablemente surge el silencio. Entonces, los
dos, hombre y nada, se ponen frente a frente, recordando los espejos por donde
viene y va Alicia, con y sin su país, la filosofía prehispánica sobre la vida,
los infortunios de Narciso frente al estanque, la aberración de Jorge Luis
Borges. Únicamente bajo esta dialéctica cerrada que da cuenta del inicio y fin
de uno mismo podemos enunciar una palabra que nos dé cuenta, también, del lugar
donde estamo, una rosa de los vientos para no perdernos en nosotros mismos. Tan
pronto nos ubicamos en el aquí y el ahora, el espejo nos exhibe la cuenta
infinita de los aquís y ahoras que hemos sido, o pudimos ser, o negamos ser, o
no quisimos serlo. Todos se abalanzan contra nosotros, nos golpean los verbos,
nos resuelven las adivinanzas que desde niño nos vamos construyendo: del quién
soy pasamos al disfraz de lo que allá afuera, lejos del espejo, somos.
Pero llega
un momento ineludible una hora veinticinco, una hora cuarenta, una hora ochenta
y siete, en la que nos descubrimos en medio del extravío. ¿Habremos estado
extraviados siempre? ¿Acaso nuestro origen es ese, el extravío? ¿Y por qué
verlo ahora y no antes, o por qué algunos nunca lo ven, sino que lo intuyen, y
por eso luego andan haciendo guerras (frías o directas)?
Volvemos a
necesitar de un interlocutor. Pero que esta vez no sea la nada, por piedad,
decimos. Y tomamos entonces al niño pequeño, al padre muerto, a Dios, a la
piedra encantada. A la luna.
De todos
los interlocutores posibles, el más fijo y bondadoso, el más imprevisible y
cruel, es la luna. Al menos así lo deja ver un hombre Javier Acosta en su
poesía, la cual traemos esta tarde con este su más reciente libro “Manual del
extravío”, publicado por Mantis Editores el año pasado.
En mí, cuando te pierdes
sé de verdad
de donde vengo,
adónde me dirijo nuevamente.
Eres un mejor guía
que la estrella polar
o que el lucero,
mi extraviado niño.
[Si andas perdido por mi noche / es más fácil hallar / el rumbo aquel /
entre las estrellas.]
En Javier
Acosta, el diálogo frente al espejo con la luna lo convierte en una matrioska o
caracolito de varios niveles: es él hablando con ella, pero también es él
sacando de sí al otro él que vive más adentro, y ese hombre ulterior, al niño y
el niño al juglar, el juglar al enamorado de lo inasible, el enamorado a la parquedad
de las cosas, la parquedad de sus cosas, al silencio. El resultado, es este
poemario que de tan breve en algunos de sus poemas, resulta ser avasallante. No
es haiku, aunque muchas veces tenga su ritmo, no es tampoco homenaje a Charles
Juliet, aunque sus diálogos y encuentros con la luna se semejen en estructura y
sean en parte esa respuesta universal y sin tiempo al que todo artista, sea
poeta, pintor o músico, está obligado a decir por la ley de la circularidad.
Algo así como los espejos.
Yo sé que voy de una orilla a otra del vacío
y todo lo que veo es el sereno espesor de la tristeza.
Nada reflejará su ojo de agua, pero ahí acuden todos
para verse,
todo en él se contempla,
todo por él circula sin cesar
de una orilla a la otra de la nada.
Sólo el conjunto de la escena es el mudo resumen
de tu eterna sonrisa,
luna que cruzas sobre mi cabeza
esta laguna estigia de la vida.
1. SMOOTH
JAZZ 5 - Guarda Che Luna
No todos
podemos escribir poesía, pero sí todos podemos cantar. O mejor dicho: no todos deberíamos
hacer poesía, pero todos debemos cantar. Pero para Javier ambas cosas le son
naturales. Desde sus primeras obras, lo suyo es desestabilizar la permanencia
de las cosas, desempolvar los otros sentidos de una misma palabra, la función
de un mismo objeto (las tijeras para el sueño, por ejemplo, de su libro “Regla
de tres”, ganador del premio de poesía Ramón López Velarde en 2006). Lo suyo es
cuestionarlo a uno e irse muy tranquilo con la respuesta bajo el brazo. Un acto
de contrición poética donde los demonios son sustituidos por acordes, por
máximas filosóficas, por memorias que vienen de otra parte: el uno a uno de sí
mismo, algunas veces frente a un monje, como ocurre en su premiado Libro del
Abandono, a veces, como en ésta, a la luna.
“Manual del
extravío” es, a juicio personal, el poemario que le hacía falta al poeta Javier
Acosta para instalarse como plurinominal, en el sentido de que es capaz de
nombrar todas las cosas, todos los aprendizajes de una y otra vertiente: había
recorrido ya la filosofía, la religión, las leyes, el amor. Le faltaba recorrer
el camino de la soledad y de la inocencia. Porque, ¿qué inocencia no está sola
en este tiempo? También es el cancionero que le hacía falta al hombre Javier
Acosta para arrullar la desolación, la vida que seduce y a veces arroja, la
bondad, la infantil galanura con la que uno se acerca a ciertas formas, las de
la luz de la luna, por ejemplo. El toque humilde con el que abarca la obra,
sello ya distintivo de su autor, nos acerca un poquito en el primer poema, y
otro más y otro más, hasta llegar a ese linde donde al fin compartimos su
inquietud ante la imposibilidad de amar lo que no debe ser amado con amor
común, sino con amor de niño y diosa; es eso: Javier Acosta le canta a Artemisa
como si fuera un niño.
2. Ninna
Nanna, Francis Lai
Si Federico
García Lorca enunció a la luna como todopoderosa y diosa de la muerte, Javier
Acosta la viste de novia y de mujer distante, a veces fría, a veces, ingenua y
dubitativa. Una mujer sin cuerpo de mujer, que es celosa, aunque no sabe si de
sí misma o del tiempo, arrogante, solitaria. La pareja perfecta que se desposa
con los diez mil ojos que la miran y al mismo tiempo sigue virgen.
La
transición hombre-observador-perro-niño se maneja como una elipsis a lo largo
de esta obra: tan pronto la luna le responde con sus quince poemas en el
antepenúltimo capítulo, la transfiguración de la voz poética está resuelta a
regresar por el mismo camino, pero a la inversa: niño-perro-observador-hombre,
aunque claro está que dicho regreso al origen se manifiesta como un periplo del
cual no se regresa igual: algo pasa, algo cambia: se fusionan la luna y el
hombre, la soledad de uno y otro, se muestra fáctica el indisoluble estado de
las cosas: el hombre separado de lo que lo conmueve, la luna distante de quien
la adora.
De este
modo, Javier Acosta logra darle voz poética a uno de los más famosos arcanos
del tarot: la luna siendo adorada por un par de perros que le cantan, le
aúllan, le reclaman, le quieren decir algo que no pueden.
ACOSTA, Javier
Manual del extravío
Mantis Editores, 2014