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viernes, 9 de abril de 2010

El naranjo

La tierra a veces llama. Llama cuando caminas, cuando duermes, cuando callas, cuando te quedas absorto en los problemas que realmente no lo son, cuando el corazón te palpita de la cabeza a los pies. En mi caso, mi jardín de cinco por seis (metros más, metros menos) así lo hizo.

Fue así que descubrí los regalos de mi naranjo, otrora limón, en el suelo. Las hojitas secas del ciruelo reloaded (por no decir que reencarnado) delataron a las crías redondas del árbol central de mi casa.

Mis oídos no habrían escuchado nada de no ser porque estaba lavando a mi palomo (la neurosis por reiniciar la misma rutina de siempre comienza con cuatro o cinco días de antelación). Normalmente canto en mi cabeza mientras el reproductor al "todo volumen" que es para mí (una baba para mis vecinos reguetoneros) toca las mismas canciones de siempre pero que no suenan igual y entro en estado de trance: tallar aquí, tallar acá, agacharse, desplazarse, ganarle a la escoba con faldas de jabón por todo el patio, creerte jugadora de hockey durante media hora. Estados hipnóticos parecidos a éste los puede uno hallar en las misas de todas las creencias, al presenciar un discurso político, en los conciertos masivos, etc.

El caso es que miré hacia el otro lado del mundo (mi jardín, la única tierra de verdad a lo largo de varios hectámetros de viviendas) y ahí estaban. Frenéticamente, dispuse las cerdas plateadas de la escoba en cada racimo, y de pronto la música de Pink Floyd se fue diluyendo. No estaba ahí, no estaban mis 27 años, no estaba mi infancia, ni el letargo de mi adolescencia, ni todo este yunke a veces aplastante. Sólamente había un cielo fragmentado por las hojas verdes de mi naranjo, que volvió a ser padre-madre por tercer año consecutivo. Sólamente ese collage de hojas y tierra y rosales y geranios y uno que otro cactus sosteniendo la fotografía de azules profundos y verdes vivos.

Estropeé mis disparejas uñas juntando las 38 naranjas. Me arañé las manos abrazando el tronco espinado de mi amigo. Las palomas y tórtolas musitaban angustiadas mi presencia, pero al cabo de un rato volaron y volvieron sin problema alguno. El cuadro habría sido total si mis golondrinas hubieran regresado en ese preciso instante, pero ellas y yo sabemos que tal vez no vuelvan nunca, porque yo me he vuelto algo testaruda, amargada y cansada de las cosas que veo y no me acaban de convencer, y porque ellas siempre han sido medio flojas a la hora de reconstruir (por tercera o cuarta vez, ya perdí la cuenta, como la he perdido de demasiadas cosas) su nido.

Respiré. El mundo giraba en paz. Y una música suave, con las notas justas de mi olor favorito (las flores de los naranjos y el jugo de sus frutos), sonaba por todo el aire y se manifestaba entre mis cabellos café oscuro como un regalo divino para alguien que solo sabe hacer canciones.

Atrapé el sonido entre mis pestañas. Muero por poder algún día regalarles esa música.

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