Me quedo con los primeros veinticinco minutos del partido que jugó este domingo la selección mexicana contra la selección argentina en el Mundial de Sudáfrica: México evidenció la falta de solidez del equipo argentino comandado por Diego Armando Maradona hasta que llegaron al desquite los primos italianos, Alberto Rosetti, Paolo Calcagno y Stefano Ayroldi, árbitros del partido, quienes le regalaron a Argentina (otra vez, como recordando la mano de su dios) un gol que visiblemente estaba fuera de lugar.
Ante tal desconcierto, la selección (que seguramente estuvo estos últimos cinco días entrenándose psicológicamente para no perder la ecuanimidad frente a un Messi que hace más alarde de sus habilidades en la cancha de lo que realmente da, y frente a una leyenda del futbol de todos los tiempos) perdió el piso y nuevamente cayó en las garras de la inseguridad, la desconfianza y la culpa tan características del inconsciente colectivo del mexicano promedio.
¿Cómo no perder la concentración en la cancha cuando se sabe que el arbitraje no da para más de este lado y sí lo da todo para el equipo contrario? ¿Cómo no perder la fe en un juego, primero; luego, en sí mismos, si cuando te atreves a enfrentar al “gigante” lo primero que ocurre es la aparición de un árbitro que está ahí ex profeso para hacerte ver que, una vez más, la injusticia es lo que impera en este mundo y se evidencia en la cancha? ¿Cómo no sentirse vulnerables ante un “padrino” como Rosetti?
Ante tal situación, yo esperaba que surgiera, al menos, un poco de caudillismo: una patada de Bautista a Messi que los expulsara a ambos, al “Bofo” por realizar una falta (que imagino para un árbitro italiano sería material para iniciar una guerra campal muy al estilo de la mafia italiana) y al Messi por quedar lesionado per secula seculorum (o de perdido hasta que se terminara el mundial); un agarrón a golpes entre Cuauhtémoc (que debió entrar sin esperar a que “El Vasco” Aguirre lo pidiera: nuestro “10” viene siendo algo así como el Cid Campeador del equipo mexicano, así juegue únicamente quince minutos como lo hizo en el partido México-Francia) y Tévez. Una convocatoria de Rafael Márquez al equipo nacional para retirarse de la cancha inmediatamente después de que Rosetti violara la regla 11 del reglamento oficial de la FIFA: salir airosos, con dignidad. “Nos vamos del mundial, aunque nos multen por irnos antes de finalizar el partido. Total, nada tenemos qué hacer aquí si nos van a obstaculizar el juego”.
Pero no: la selección mexicana jugó lastimosamente y con el ánimo caído hasta el final, quedando en un 3-1 que a mí me sonó a un 2-1.
Así nos fuimos del mundial: con una selección mexicana que pareciera ser un móvil de rentabilidad utilizado hasta la saciedad por la televisora de todos nuestros males, Televisa. Una televisora que no le interesa en lo más mínimo el progreso de los mexicanos, más bien todo lo contrario. Una televisora que utiliza hasta lo más inocuo –porque finalmente el balompié es eso: inocuidad para días de eterno caos– para ganar dinero a base de cinismo (léase “Iniciativa México”) y lástima (entiéndase “Teletón”).
México se fue del mundial de futbol 2010 en el marco del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución Mexicanas con la certeza de que el caudillismo es parte de la historia y con la vaga impresión de que la participación de nuestra selección en el mundial es únicamente un pretexto para que otros se sirvan con la cuchara grande.
Independientemente de la derrota mexicana, lo que más duele es ver cómo los países se prestan a la degradación del sentido original de uno de los deportes más populares en todo el mundo con tal de beneficiarse de las estrategias de mercado de la FIFA. Este mundial en específico aclaró muchas de mis sospechas: los partidos están ya arreglados y se tiene designado al campeón desde antes de iniciar el mundial (si no me cree, pregúntele a la selección de Inglaterra). Un campeón que casi siempre responde a las políticas mundiales imperantes en ese “momento histórico” que dejó de pertenecer, desde hace ya algunas décadas, al fatídico destino a la usanza griega para convertirse en la máxima expresión de la manipulación de los hechos.
Así las cosas, ahora a Maradona habrá que decirle “Viel Glük!”. Uno nunca sabe cuánto tiempo la suerte estará de nuestro lado.
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