Recibí un palo de lluvia en la canícula del 2011. Le abrí mis cortinas que esperaron mucho mucho tiempo por su sonido y de inmediato se dedicaron a romper el desierto. Esperé que calmara el fuego interior que llevo semanas sintiendo debido a la sequía universal que causó, a su vez, la inminente transición de inmadura a mujer, y de inmediato comenzó a cantar una canción que no sabría muy bien cómo describirla, pero me prometió que la aridez nunca más volvería a estar en mi puerta del corazón ni en mi hogar.
Recibí un palo de lluvia, propiedad de una mujer de batalla que dio con otra mujer de guerra y es mi madre y me heredó la visión de la avanzada en solitario, acaso con un par de canciones fuertes para cuando se intensifiquen los rayos ocres de un mar desaparecido. Recibí un palo de lluvia directo de las manos de una mujer chamán que toda la vida ha intentado darle la vuelta al dolor del mundo para instalarse en la eternidad de los regalos de la tierra, su madre primera. Recibí un palo de lluvia de sus manos y yo ahora lo estoy viendo no como el instrumento ancestral que acompañó a reyes y a niños, a enfermos y a ancianos, sino como la espada que deberé sacar un día de acuciante musicalidad, cuando las moscas se junten aún más ante la ola creciente de los muertos desaparecidos o los dormidos en el estío (que, curiosamente, nunca duerme).
Al oírlo, leo mi mañana y sé que venderé mis cólicos -como el de esta madrugada- y mis malos pensamientos -como el miedo a la soledad- a cada una de sus piedras y ellas me pagarán con la música del aire y del agua que limpia y purifica la vida misma, el lodo de los caminos avanzados, la ira molecular de las plantas y la opacidad de las piedras.
Tengo un palo de lluvia y me siento la reina de mi cuadrante estepario. Sé que no he hecho demasiadas cosas buenas para recibirlo, pero también sé que los regalos no se rechazan, como sé que los palos de lluvia caminan solos y llegan a las habitaciones de las mujeres errabundas y tristes cuando éstas han decidido sonreírle a la vida un rato y volver a cantar hasta que el durazno luminoso de su vientre se apague porque sea el momento de iluminar al segundo sol.
Tengo un palo de lluvia que habita, madera cilíndrica, notas místicas su centro armando, la esquina otrora abandonada, pero siempre abierta y expectante de buenas nuevas, de mi femenino espacio.
Tengo una bendición para la transferencia de este musical regalo: que la fuerza de la feminidad que lucha en amor jamás se termine, como nunca se ha acabado el amor de las canciones de cuna que amanecen, a pesar de las improbabilidades de la esperanza.
Recibí un palo de lluvia, propiedad de una mujer de batalla que dio con otra mujer de guerra y es mi madre y me heredó la visión de la avanzada en solitario, acaso con un par de canciones fuertes para cuando se intensifiquen los rayos ocres de un mar desaparecido. Recibí un palo de lluvia directo de las manos de una mujer chamán que toda la vida ha intentado darle la vuelta al dolor del mundo para instalarse en la eternidad de los regalos de la tierra, su madre primera. Recibí un palo de lluvia de sus manos y yo ahora lo estoy viendo no como el instrumento ancestral que acompañó a reyes y a niños, a enfermos y a ancianos, sino como la espada que deberé sacar un día de acuciante musicalidad, cuando las moscas se junten aún más ante la ola creciente de los muertos desaparecidos o los dormidos en el estío (que, curiosamente, nunca duerme).
Al oírlo, leo mi mañana y sé que venderé mis cólicos -como el de esta madrugada- y mis malos pensamientos -como el miedo a la soledad- a cada una de sus piedras y ellas me pagarán con la música del aire y del agua que limpia y purifica la vida misma, el lodo de los caminos avanzados, la ira molecular de las plantas y la opacidad de las piedras.
Tengo un palo de lluvia y me siento la reina de mi cuadrante estepario. Sé que no he hecho demasiadas cosas buenas para recibirlo, pero también sé que los regalos no se rechazan, como sé que los palos de lluvia caminan solos y llegan a las habitaciones de las mujeres errabundas y tristes cuando éstas han decidido sonreírle a la vida un rato y volver a cantar hasta que el durazno luminoso de su vientre se apague porque sea el momento de iluminar al segundo sol.
Tengo un palo de lluvia que habita, madera cilíndrica, notas místicas su centro armando, la esquina otrora abandonada, pero siempre abierta y expectante de buenas nuevas, de mi femenino espacio.
Tengo una bendición para la transferencia de este musical regalo: que la fuerza de la feminidad que lucha en amor jamás se termine, como nunca se ha acabado el amor de las canciones de cuna que amanecen, a pesar de las improbabilidades de la esperanza.
Para Alma Rosa Hernández.
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