Acércate, Hermes, y
responde a mi plegaria,
mensajero de Zeus,
divino hijo de Maya
que las pendencias
dilucidas, guía de la humanidad […].
Con pies alados
atraviesas los aires,
¡oh, amigo del hombre,
profeta de la palabra! […]
Con tu poder investido,
el lenguaje se torna elocuente.
Hazte presente,
Hermes, y atiende a tus suplicantes.
Ayúdame en mis trabajos,
otórgame la gracia al hablar
e incrementa mi
memoria.
Canto Órfico número XXVIII
A nuestros seres
amados (los que habitan este mundo y aquellos que abandonaron la materia),
a las autoridades
presentes,
a mis compañeros que
hoy se gradúan de la Licenciatura en Letras Españolas:
Justificar por qué elegimos el camino de las letras es casi
como intentar justificar el origen del lenguaje. Quizá haya sido, en ambos
casos, por la necesidad absoluta de transmitir, como dijo Tolstoi, el conocimiento
apreciado por el corazón y que la razón no puede explicar si no es por medio de
palabras.
Ha sido el amor por el conocimiento y la manera en que éste
se enuncia lo que nos ha llevado a transitar, como observadores silenciosos
mirando desde un resquicio al tiempo y a la humanidad, el acto de atestiguar la
creación de la palabra: “Primero es un sonido que forma otro sonido, en la
concavidad nocturna de las cosas”, dijo en su momento otro observador, Fernando
Pessoa, y nosotros tomamos ésta e infinidad de oraciones como instrucciones
para navegar por el útero donde se engendra el sonido que da paso a la palabra;
para navegar por el ancho mar de los libros, que ahora sabemos jamás terminarán
de crearse: mientras exista un lenguaje en constante construcción, habrá un
mundo formándose y un testigo que lo ha de describir, modificar, criticar o
embellecer.
Nos hicimos devotos de la palabra y de las consecuencias de
explorarla –jamás se llega a conocerla totalmente–. Nuestra generación se
convirtió en la defensora del respeto por el conocimiento y su expresión
estética (la literatura) que tanta falta hacen en los días en que se
industrializan la vida y la esencia de
la humanidad. En las aulas y con las enseñanzas proporcionadas por nuestra
facultad, juntos exploramos los matices de la creación y la apreciación en
todas sus dimensiones hasta al fin encontrar la anagnórisis. Alimentamos
nuestros egos a temprana edad para luego despojarnos de ellos y erigirnos en
aprendices de las letras, en meros copistas que al final crearían mundos
alternos para embellecer nuestro tránsito por este mundo.
Está de más afirmar que estamos conscientes del lugar en que
nos hallamos: si bien es cierto que hoy llegamos a la meta trazada por los
estatutos universitarios, también lo es que apenas hemos realizado el primer
paso dentro de este largo camino.
Por lo tanto, no estará de más el procurar siempre el
silencio ante cualquier acto nuevo de creación que se nos presente ante
nuestros ojos o ante nuestra pluma: será la humildad de asentir la ignorancia
la que nos mantenga en el verdadero estatus de alumnos, que es el de la
búsqueda de la iluminación del saber, y nos reconocerá finalmente como
ciudadanos del mundo. No estará de más alejarse de la tentación de formar
sociedades en hipogeos secretos y en su lugar transmitir a otros la exégesis
del mundo contenida en los libros. De comprender que la verdad está ahí, pero
también en los ojos de quienes las escriben y más aún, de quienes le dan vida
una y otra vez a los entes literarios, para mantener viva la máxima de Alfonso Reyes
que reza que el ente literario “está condenado a una vida eterna, siempre nueva
y siempre naciente, mientras viva la humanidad”. De mantener la inocencia del
niño cuando la ininteligibilidad de la vida aparezca escrita, de jugar con ella
como Julio Cortázar, de volverla nuestra amante antes que nuestra musa. De
mirar bien las palabras, de cortarlas y guardarlas, para poder reconocerlas,
según Tomás Segovia. De agradecer la liberación que surge cada vez que se lee
algo, pues solamente leyendo se adquiere objetividad, tal como también dejó
asentado Pessoa. Y en casos oportunos o de extrema urgencia, de desnudarse de lo
aprendido, como lo hizo en su momento Alberto Caeiro, para volver a aprender de
los demás, cada vez que alguien enuncie su yo ante la gente, cada vez que
alguien escriba su caleidoscopio para entenderse a sí mismo. De abrir los ojos
y recordar, seamos creadores, lingüistas o literatos, que “la mejor literatura
busca persuadir, convencer o asombrar: la mala erudición sólo sabe imponer su
autoridad a la fuerza”, como escribiría Enrique Serna. De ser aliados del
tiempo y la geografía antes que su enemigo: si el desierto (Coahuila, la
ignorancia, este nuevo mundo instalado en la todavía objetable posmodernidad)
insiste en regalarnos el abandono, nosotros le regalaremos nuestras flores y
nuestros cantos: nada permanece en la
Tierra salvo si queda escrito.
Y sobre todo, nunca estará de más el agradecer la existencia
de las letras: ellas nos han regalado el sentido de nuestras vidas, tal y como
Jorge Luis Borges lo expresó en un poema, pues sabía que la poiesis es el
sentido del todo: “Gracias quiero
dar al Divino Laberinto de los efectos y de las causas […] por el
hecho de que el poema es inagotable y se confunde con la suma de las criaturas
y no llegará jamás al último verso y varía según los hombres…”.
Nuestra
pasión es incluso más alta que nuestra voluntad. Adelante, esta vida apenas
inicia.
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