A las cinco de la tarde, los cerros violáceos que rodean esta suerte de mugre y tiempo, carne y abuso llamada mi ciudad nos legan sus lascas arrancadas con las garras del viento, del norte que le dicen los viejos. Jamás llegan en trozos grandes: por efectos de lo que quizá corresponda a una sublimación celeste, las lascas efectúan una danza de siete velos hasta llegar a los hombres hechos polvo con olor de hormiga hembra dispuesta a tensar la piel con su beso anaranjado.
Y como es polvo de hembra, a las cinco de la tarde los cerros violáceos palpitan de poro en poro una mezcla de deseo y abandono que en el mejor de los casos sabrá a añoranza. Los hombres lo perciben como la esencia de un sexo complacido. Las mujeres, si están felices, como la esperanza; si están tristes, como la infancia a la que no se puede volver.
Todo esto me decía el viento, cuando bajó cargado de epístolas para el mundo.
De pronto, sentí la añoranza más grande de mi vida.
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