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sábado, 19 de junio de 2010

Los grandes deberían ser a prueba de muerte

Cada vez que un grande se nos va (más si fue grande de la literatura, la filosofía o la música), me dan unas ganas tremendas de patear a la parca, a los científicos que no han encontrado el elixir de la vida eterna, pero sí han encontrado fórmulas inmejorables para erradicar seres humanos. A las lacras que entre más viejas, más inmunes se vuelven.


Ayer viernes murió José Saramago, uno de los pocos escritores que aún se atrevía a decir su realidad, su crítica y su visión de las cosas a través de sus novelas y ensayos. Admito que me estresaba su prosa de vez en cuando, pero gracias a él yo entendí que cuestionar la religión, el sistema y las creencias populares que subyugan a la gente a un estado perentorio de imbecilidad no es malo.


Ayer viernes, un loco esclavo del caos nos arrebató a Armando Sánchez Quintanilla, uno de los mejores promotores de las letras en el estado de Coahuila, dejando un hueco enorme en el campo de la difusión de las literatura, la cultura y las artes, y una comunidad triste y perturbada por la ausencia de alguien que jamás hizo algo en contra del ser humano: todo lo contrario. Abogado que era, sabía que la literatura y la cultura en general formaban mejores seres humanos. Entregado a su ideal, en sus 53 años no hizo otra cosa que idear mecanismos eficaces para hacer llegar hasta el rincón más inhóspito la luz del conocimiento a través de las letras.


La comunidad coahuilense deberá redoblar esfuerzos por mantener todo lo que este hombre hizo: más allá de las notas (como ésta y otras tantas que ya he leído en internet), más allá de los elogios, más allá de los cuestionamientos, Coahuila necesita no claudicar ante el ego, la lucha por el poder o las divisiones si de verdad queremos demostrar un interés por civilizar nuestro entorno.


Sin duda, un viernes triste. Pero nada comparado con la noticia de este día.


Hoy sábado, la muerte (una loca sedienta de amor) nos ha quitado el máximo exponente de la crítica y la crónica mexicanas: Carlos Monsiváis.


Se fue Monsiváis, y con ello una parte de mi vida también se reduce ahora a un montículo disperso que vaga en mis neuronas: mi papá (que de seguro allá los estará esperando en alguna sala especial para los contestatarios, “irresolutos” y bohemios) platicando la existencia, escudriñando el país, cuestionando la ética política junto a mi tío José Ascensión Monsiváis Aguilar, “Chon”, el admirador número uno de Carlos Monsiváis entre todos mis familiares (no por nada le puso Carlos a su único hijo varón): eran tardes dominicales de sentarse a escuchar y poner los siete, nueve, once, quince años en el plato y abrir los oídos para entender que el país debía cambiar, mietras que el nombre de Monsiváis siempre era un aroma mezclado con el café que ambos tomaban. La estulticia propia de una joven promedio se iba desmoronando domingo a domingo y daba paso a otra que siempre ha tenido problemas por cuestionar la realidad.


Se fue Monsiváis, y ahora todos sus ensayos, sus libros y sus reflexiones de todos los años que lo leí vienen a mí, y me dicen que posiblemente haya muerto su cuerpo, pero sus ideas aquí se quedan. Sus conferencias, su ironía, su 68 a cuestas. Yo les digo que no sean cursis y devuelvan a este señor a este mundo.


Me pregunto si este país en el que vivimos existe realmente alguien que tenga las agallas de decir las verdades de políticos, maestros, ciudadanos, intelectuales, escritores, artistas y mediocres como sólo lo hacía el maestro. Y a la tristeza de su pérdida, se une a mí un estado de alarma profunda: ¿Y ahora, qué? Le anteceden el ¿por qué? (que la muerte no contestará porque ya sabemos que es una egoísta y nosotros somos mortales), como también le anteceden un ¿para qué? (que no llenará los titulares de mañana).


¿Para qué llevarse a los seres que tanta falta le hacen a la humanidad? ¿Acaso la muerte pretende aprender de los errores humanos, por si alguna vez decide volverse uno de los nuestros? ¿O es que acaso este mundo esté destinado a obsequiarnos un trozo de buenas conciencias y después nos lo cobra con el retroactivo de la irreflexión, la violencia, la corrupción, la indolencia y la crueldad?


Los grandes deberían ser a prueba de muerte. Que descansen en paz ellos, que de alguna manera hicieron algo bueno por este absurdo mundo.


Nosotros no.

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