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martes, 19 de octubre de 2010

Marina

—¿La noche será de qué azul?

—De pulpo entintado, abuela. Uno que viaja por las profundidades del océano. El cielo tendrá el color de tu segundo nombre. Ah, el mar. El inicio del mundo. ¿Estará ahí cuando se acabe?

—Todo seguirá en pie. El mundo termina sólo para el que parte a otro lugar, hijo.

—¿Estarás ahí cuando termine mi mundo?

—¿Acaso estuviste tú cuando inició el mío?

—No te rías, lo digo en serio. Sería bueno contar con tu presencia el día de mi arribo a ese lugar.

—¿Tienes hambre? ¿Qué se te antoja?

—Huevo con jamón.

—Ay, m’ijo. Fíjate que no hay jamón.

—Bueno, salgamos a comprarlo.

—Bueno, pero cuando termine mi novela. La muchacha está a punto de abrir los ojos.

—Siempre los abren las protagonistas de las novelas, abuela. Yo no sé…

—Sí, sí, ya. Pero con mis novelas puedo soñar. Tus noticias sólo me traen agruras.

—“Hay otro mundo, pero está en éste”, decía Eluard.

—No me vengas con tus filosofadas. De perdido cállate en lo que se acaba mi novela.

—Te espero allá afuera.

—Ándale, salte y pídele a las estrellas una mujer a quien te puedas coger: tú sólo sabes dar la lata. Y de paso ve por el pan. Por el pan. Tuc-tuc-tuc. Por el poan. Zztsss…

Sacó la cinta con un esfuerzo tal que acabó rompiéndola. Tomó un cigarro. Iba a encenderlo en el balcón, pero no lo hizo.

—Regreso al rato —dijo mientras se ponía una chaqueta. Cerró la grabadora y tiró la cinta camino a la puerta que lo invitaba a caminar la tarde y adivinar el color de la noche agazapada detrás del crepúsculo.

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