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lunes, 2 de agosto de 2010

IRREDENTA COYOLXAUHQUI

LADO A



Sólo yo, que sé bien que no eres como las otras, puedo amarte, Irredenta Coyolxauhqui.


Apareciste como la guardiana de la flor de biznaga, el centro de un universo que no era necesario proteger porque ya no existe. Siempre andabas lanzando tus flechas de olvido a la menor provocación. Jamás dabas tregua ni favores a tus falsos creyentes. Nunca te vi explicándoles el origen de la deidad de espina sagrada en clavada en tu cuerpo de hembra bailarina.


Alta, la dermis entre pálida y amarilla, jamás pude verte llorando o sonriendo de perfil, tu anzuelo preferido. Divisé al fin tu hemipléjico rostro la noche del eclipse solar de julio. Sonreías, iluminadísima y redonda. Te columpiabas con los brazos como piernas y las piernas dispersas en el abismal índigo que abría tu noche. Tus ojos volaban a los costados del mundo y de tus labios salían dientes-palomas que arribaban a rincones agrestes para cantarles una canción de cuna en una lengua olvidada, la tuya.


El universo se posaba como un cascabel en cada uno de tus cabellos, tan largos que podían unir a éste y a todos los mundos posibles en la mente de un dios bohemio y ocioso. Eras única y feliz: gozabas de la derrota del Sol ante tu fuerza, la que siempre ha de llegarle a mujeres como tú cada trescientas lunas y por la que mueren los seres menores que te insultan.


Voyerista de medio turno que soy, encendí un cigarro en silencio y esperé a que el milagro de la dispersión de tu cuerpo aguerrido ocurriera. Pero quiso otro dios (tal vez el mío, el que me sueña que estoy junto a ti, hablándote), que al desmembrar tu corazón y tu seno, tu oído izquierdo entendiera el lenguaje de mi pasmo convertido en la cajetilla de cigarros auscultada a ultranza por mis dedos.


No fue el pánico a despertar tu ira, bien conocida por mí, el clavo que me sujetó al suelo. Fueron las miles de chispas que se quedaron sin nacer, ahora hechas la tinta roja que uso para escribir este testimonio, lo que me ancló a tu escena:


Lloraste como jamás lo habías hecho desde tu nacencia. De tu lado inmóvil salieron canciones inéditas de Otro Pink Floyd, grabadas en el Lado B de la Luna. Reíste para mí, te volviste pequeña para mí. Te dejaste abrazar, a escala, por mí.


La Irredenta Mayor nos sobrevuela la cabeza en las noches de hastío, cuando tú y yo volvemos a comprender que somos guiados por su confusión y por eso nos vemos más bellos, más vulnerables o más tiernos: ella juega a ser un reflector de Broadway recién salido del congelador. Piensa que sólo así la felicidad se asemejará a lo eterno.


Sólo yo, que ya no te temo como los otros, puedo anunciarte única, loca, dispersa, Irredenta Coyolxauhqui. Guerrera traslúcida que va tejiendo sueños para mí en la banca de los no llamados a pelear. Ambos sabemos que vivimos en tiempos de enfrentamientos reprogramados para las 27:43 horas en un mundo lejano.



LADO B


De una patada apagaste el televisor y de un manotazo prendiste la radio. “La queee bueeenaaa tiene un mensajito-mensajito de servicio social: ¡Irrrredenta Coyolxauhquiii, preséntese en el Oootro Lado de la Lunaaa!” ¡Carajo! Ni siquiera en el AM una puede estar segura. Sintonizaste el FM: “Esta canción va dedicada para Irredenta Coyolxauhqui de parte de “Las Juanas”: Juana Inés, Juana de Arco y Janis; de Federico, y de todos sus amigos que ya la están esperando en el Otro Lado de la Luna. Con ustedes, esto de Manu Chao. Venga: ‘La noche que yo nací/cayó la luna, cayó la luna/Cayó mi cuna, mi…’”.


Salir a caminar no era buena idea: en un rato habría eclipse de sol y tu resplandor lunático te delataría. Pero los mensajitos al celular no paraban: Noticias TELCEL informan: “Buscan a Irredenta Coyolxauhqui para dar inicio al eclipse solar”. Además, era julio y hacía calor.


Tiraste el celular al retrete y decidiste salir. De cualquier forma te agarrarían, pensaste, y te dirigiste hacia el columpio de aquel parque retirado. Tuviste la sensación de que algún extraño conocido vendría a salvarte. Minutos después entendiste que eran otra vez tus ideas tontas, esas que te salen de la boca y el pecho cuando estás a punto de pasar a tu estado lunático.


El manto del cielo ahora es un imán índigo que te pesca de la parte noble de tu hemipléjico rostro. El vuelco en el centro de tu universo, el ombligo, es mucho más doloroso de lo que habías leído: una biznaga enterrándose en lo más remoto de tu memoria. Inició la dispersión de tu cuerpo de aguerrida. A lo lejos creíste escuchar las voces de los hombres y mujeres que renacen cada trescientas lunas para ver a la reencarnación de Coyolxauhqui retorcerse y morir. No les prestaste atención.


Con la ternura de una madre espartana fuiste depositada en el suelo blanquecino del Lado B de la Luna, donde Arquíloco ya estaba entonando sus versos elegíacos a propósito de tu sacrificio. No recuerdas muy bien, pero Federico también entonaba unos sonetos mientras Janis pedía que se callara de una maldita vez. “Era para recibir a Irredenta”, dijo. Nadie salió en su defensa.


La idea del nuevo eclipse era tenerte con ellos para luego volver a bajar al mundo e iniciar la Rebelión de los Lunáticos, te tradujo la monja del idioma selene de la reina Coyolxauhqui al español.


Era una estupidez. Nadie en estos tiempos desea arriesgar el pellejo por el mundo, argumentaste. Ojalá nunca lo hubieras hecho: los ojos de ellos y los de la reina eran los tuyos, quemándote la cara por dentro. Tu voz se transformó de dulce y engañadora a metálica e infeliz: maldijiste, en contra de tu voluntad, a las nuevas Coyolxauhquis que nacieran hasta el fin de los tiempos.


-No te preocupes -dijo una harapienta Juana de Arco-. Ninguno de nosotros hemos aceptado a la primera. Bienvenida al grupo. Ven, te invito a ver a Otro Pink Floyd. Esta noche, como cada eclipse, tocarán las canciones inéditas para el Lado A.