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sábado, 30 de julio de 2011

Sobre la virtuosidad de la lectura


La lectura como forma de cultivarse, la lectura como arma para platicar en los cafés, la lectura como pretexto para ensoberbecer a los necios, la lectura como punto frágil de los desamparados. Eso ya lo sabemos desde hace muchos años. A mí me gustaría platicarle de otras formas de lectura: La lectura, antídoto contra la estulticia de alma, corazón y mente. La lectura de la vida como antídoto para la muerte.

La lectura es la madre de todas las virtudes. "Señores, si quieren que les dejen de ver la cara, lean", siempre nos dicen. "Señores, si quieren recordar el mundo, léanse y léanlo", tal vez sonaría mejor.

Aprenda a leer la luz. Tome dos lecturas mínimo en la mañana: una al amanecer (jamás se pierda de ver el sol: nunca sale igual, aunque los sabios digan que lo hace por el mismo lado de la Tierra) y la otra con el primer alimento que tome. Leer los alimentos nos recuerda que estamos vivos por una razón: el Amor de nuestra Madre.

Lea sus propios días sin reparar en el tiempo perdido. En realidad no hay tiempo, mucho menos para perderlo pensando que se perdió. Lea su corazón: ¿palpita? Seguramente es porque todavía cree en la esperanza. Léase las palmas de las manos. Las arrugas de la cara. Los caminos insondables de la piel. Eso es su libro. Y es ambulante. Compártalo. No sonría por compromiso. Sonría por la mirada.

Al mediodía, léase un par de niños. A menudo tienen letras mayúsculas: todo les asombra, todo lo gritan. Quizá hasta lo exasperen. Mucho mejor: en el fondo, significa envidia por volver a ser el cuaderno italiano de hojas lisas y blancas para escribirse y después autoleerse. ¿Ya reconoció el sentimiento? Ahora, permítase remojar su pasta dura en algún charquito, y borre aquello que no le gustó. Gire esa hoja húmeda al viento. Al secarse quedará arrugada, pero estará limpia otra vez: escriba que no volverá a permitir que el Capítulo de la Inocencia se vaya.

Al anochecer, no olvide leer a quien ama. Tal vez no esté ahí. Pero el pensar en alguien, leer el tiempo vivido juntos, es evocar y dar vida. Léase el mejor beso, el mejor encuentro, la mejor noche de pasión. Si está junto a usted aquel libro, ábralo de nuevo y no se canse de leer lo que debió haberle escrito: gracias, te amo, perdón. Es la mejor manera de contactarse con lo divino.

Pásese a los ojos de las personas y léalos también. Es una lectura de fondo que jamás tendrá subvoces ni intertextos. No haga preguntas: reciba. Normalmente las cuestiones son respondidas con el simple hecho de callar y reconocer ese otro capítulo de nosotros mismos que anda por ahí, en este mismo, ancho lugar.

Tan pronto como recuerde cómo leer el entorno (todos llevamos detrás de los ojos los archivos de las sensaciones de nuestros antepasados), le sugiero que intente leer la música. Le puedo anticipar que nadie ha salido ileso: los duros se vuelven blandos, los ciegos pueden mirar, los tercos aprenden a ser viento y los tristes ya no lloran.

Y, finalmente, la lectura que todos creen es la primera: Si y sólo si usted ha aprendido a leer el aroma de las frutas, las flores y las historias de las personas por las que vale la pena sostener el mundo, léase un libro. Las manchas tipográficas probablemente le resumirán, con un lenguaje casi musical, lo que ya ha visto, sentido o vivido; tal vez le acercará a otros mundos que usted podrá experimentar en toda su magnitud. Será su mejor amigo o su opositor de cabecera, pero jamás será un objeto. Es la voz impresa de alguien que, como usted, alguna vez respiró, leyó y escribió la vida.

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