Motocicletas. Ocho y tantos de la noche. Una familia reunida alrededor del cochambre de la bodega donde estos caballos motorizados aguardan, antes de dar el gran rugido. Los miro mientras voy caminando, como si algo me urgiera a terminar pronto, como si supiera que tengo deberes ineludibles que aceleran mi paso. Una señora gorda, cuatro señores ennegrecidos, dos niños, ocho, diez motos, el foco mortecino. El diálogo inaudible.
Surge la pregunta de si el motivo de la reunión eran las motocicletas o el simple ánimo de juntarse y verse las caras, juntarse para no desmerecer el dicho de Aristóteles. Surge la pregunta de si la mejor opción para evitar reuniones así es caminar sin propósito. Surge la pregunta de por qué siempre habrá críticas, cuestiones, ¿no se puede abandonarse al tiempo y ya? Surge la respuesta: no.
El 95% de las cosas que hacemos atienden a la inercia, incluyendo a veces el sexo. El otro 5% es lo que, quizá, define a cada uno como alguien (especial o no, alguien).
Las ocho y tantos más de la noche. Ni la familia ni yo hemos concretado la dosis del día de llamarnos por nuestros nombres. Ellos tienen motos para la cena. Yo,
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