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miércoles, 19 de noviembre de 2014

Afuera sigue haciendo frío y yo no puedo dormir. La secadora se ha prendido sola hace un par de horas. Pero más que el miedo a los fantasmas, le tengo pánico a la crueldad de la gente: ¿cuántos niños estarán allá afuera en pleno frío? Y aquí es cuando me pregunto si la tristeza sea un holograma, con eso de que ahora dicen que la realidad la fabrica tu mente. Cómo me gustaría pensar que de verdad soy capaz de erradicar ese dolor que me amputa las horas de noches como ésta, cuando estamos a dos grados y se me congelan los dedos, no tanto por mi tendinitis (o como se diga), sino porque no soy capaz de hacer algo. Y quién soy yo, ¿Superman? Me lleno de ideas, el insomnio viene.

Quisiera tener el dinero que de niña prometí tener para hacer el hospicio que soñé a mis nueve años. Quisiera tener el arrojo de mis 21 para volver a mandar a la chingada mi trabajo en gobierno, un día en que fui obligada a escribir y publicar un decreto por el cual los vagabundos y miserables se quitarían de la calle para llevarlos al manicomio. Quisiera tener el valor de mis 18 para decirle, de nuevo, estúpida a la compañera más rica de mi grupo en el Tec de Monterrey, cuando dijo que los obreros de la fábrica de colchones de su padre eran pobres porque querían. Después de tantos años, me parece, brinqué en definitiva de la ficción jurídica a la literaria. Sola, rodeada de libros escritos por gente en momentos de lucidez extrema, pretendo encontrar la paz que sé me hace falta ver en los ojos de quienes no comen bien porque a todos se nos olvida su existencia.

Cómo desearía tener una varita mágica, un libro con fórmulas escritas entre lineas para que al leerse la historia común se pronunciara el milagro de la transformación de los mundos.

Cómo desearía comprender la inequidad, después de chutarme cinco años de derecho...


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