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viernes, 25 de septiembre de 2009

Sobre el Destino

Creer en el destino. Agobiarse con el mañana, la propuesta de querer levantarse otro día más a preparar la misma rutina, esa novela con final abierto para los dioses, pero cerrado para uno como ser humano.

A diferencia de otras personas, yo no creo en el destino. Yo soy el destino mismo. Lyotard, el padre de la postmodernidad –esa corriente que nos arrastra y se alimenta de nosotros– ya lo sabía: los pensadores nos concibieron. Nosotros somos ese futuro que imaginaron. Después de nosotros no hay más dioses, ni más ilíadas ni más calendarios gregorianos, ni más guerras atómicas. Somos el producto cultural, intelectual e imaginario de otro más vivo que nosotros. Somos una teoría. No existe esta realidad.

El presente como tal se hace agua entre las manos. Ahora que ya todo pasó, ahora que todo lo pensable fue expulsado en la nave del intelecto, en el legado de los filósofos, en la autarquía de los literatos y en la oligarquía de los neoliberales, los empresarios y los dirigentes de las naciones que existen únicamente en los mapas; ahora que somos la canción del profeta mientras éste, en otra era, al mismo tiempo y paralelamente, se duerme tranquilo bajo las estrellas, sapiente de su creación, entendemos algo: el pensamiento es verbo, la hipótesis es verbo, la ideología es verbo, la profecía es verbo. El verbo es creación. El verbo es una ecuación cuántica. Lo cuántico es el código hablado del cosmos. Nada que no se haya formado en las galaxias se salva de un nombre, una ecuación. Nada que forme parte del polvo cósmico se salva de estar escrito en la frente de algún planeta.

El “hoy” se nos vende como un pedazo de arcilla moldeable. Allá arriba, en el éter, nos moldean para que pensemos eso. Somos la ilusión de un ser mejor que todos nosotros. Nosotros somos los átomos que al juntarse forman una pelota multicolor. Y él juega con ella. Se la come, la lame, la introduce en sus sueños. Y nos sueña. O nos soñó. Cuando Borges dijo que éramos el sueño de alguien más ya había pasado rato de ese sueño. Ya fuimos el sueño. El destino es, precisamente, platicar de la experiencia onírica, no tanto como fabricantes ni como actantes, sino como utilería, personajes ficticios.

El destino no es de quien lo crea. El destino no está predeterminado por ningún dios, sea griego o cristiano. El destino no existe no porque exista únicamente el hoy: todo es pasado. Hasta este escrito sucedió. Estamos parados en la nada, y eso es precisamente lo que nos permite imaginar que haremos algo con el día de hoy, o incluso, dentro de ese adverbio llamado “mañana”. Somos la peli vieja que transmiten en cine permanencia voluntaria un domingo cósmico a eso de las seis. Les gusta jugar a vernos cómo ideamos finales para el mismo día-sueño. Somos un juego onírico y ya.

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