Sucumbí al Facebook:

miércoles, 22 de septiembre de 2010

El trapo

Señor, he perdido la memoria. Se lo juro. Ya no puedo contarle qué pasará con los estados de cuenta de la empresa. Tampoco podré ayudarle a distinguir en las cenas quién es quién, ni mucho menos prevenirle de que diga algo vergonzoso. No me mire así, le juro que no es mi idea mortificarle la vida. Claro que sé lo que se siente hacerle pasar una mala jugada a alguien que depende de uno: únicamente he perdido la memoria, señor. No sé qué me ocurrió… No, no fue ningún golpe… ¡Señor! ¿Cómo se atreve? Mis vicios únicamente se limitan a las mujeres y el cigarro.
La última vez que recuerdo haber recordado todo, estaba en mi casa, aprovechando el puente del quince para hacer lo que nunca hago: satisfacer a mi esposa, cuidar de mis hijos, bañar al perro y lavar el auto… ¡El auto! Pero claro, ¿cómo no lo había recordado antes?
Nada, señor. ¿Me permite sentarme? Así será un poco más cómodo platicarle… ¿Con dos de azúcar, verdad? Enseguida.
Ah, le decía que me puse a lavar mi auto. Nunca lo hago, es verdad que normalmente lo llevo al lavado para que haga las cosas por mí. Pero es que el día anterior crucé un vado de aguas negras y justo cuando estaba en lo más profundo, una enorme camioneta negra pasó por mi lado derecho y me aventó una ola pestilente. Sí, un verdadero asco. Lo peor de todo, es que iba conmigo el Ingeniero González. Eso sí que fue una vergüenza.
Total, que para olvidarme de la doble humillación (comprenderá que los dueños de autos compactos nos sentimos tanto o más humillados que cualquier otro vehículo cuando un mastodonte de hojalata frente al mundo desnuda la mediocridad de nuestra raza), decidí levantarme al día siguiente a lavarlo. No sabe, jefe, fue increíble la experiencia: la primer mácula que vi fue la del cofre. Al intentar borrarla, se me vino a la cabeza aquella noche cuando cerramos el trato con el judío aquel al que le apestaban los pies. Mientras tallaba, recordaba con una claridad inusitada cada uno de los parlamentos, que se sucedían con la misma fluidez con que fueron pronunciados en aquella ocasión.
Me sentí extrañado de tener de pronto tan buena memoria, de modo que quise repetir el acto. Cuál fue mi sorpresa que el evento había desaparecido de mi mente. Ni una sola imagen estaba ya en mi cabeza. Era como si un documento en Word se me hubiera aparecido con todas las palabras exactas para ser pronunciadas en alguna cena oficial, al término de la cual sólo queda la admiración de los escuchas, mas no el discurso en sí.
Entre desconcertado y al mismo tiempo lleno de curiosidad, me puse a recordar algún evento igualmente vívido. Nada. Supuse que era algo del líquido limpiador, así que vertí menos cantidad al pañuelo y continué con la segunda gran mancha.
De repente, nuevamente me encontraba evocando la tarde aquella cuando el jefe de la región sureste por poco nos deja en ridículo porque se dio cuenta de lo mal maquilladas que nos había dejado la Paty las cuentas contables del año 2003. Otra vez: tallaba y los diálogos de todos –hasta los ruiditos más insignificantes que ocurrían en la sala- se vertían uno tras otro en la parte posterior de mis pupilas, absortas en aquello que estaba viendo. Pero cuando quise recordar por segunda vez las pantorrillas de Anita, la de la región occidente, no pude. Otra vez mi mente estaba en blanco.
En vano intenté ya no ponerme a investigar el porqué de esta situación, poniéndome a tallar como si cualquier cosa el resto del carro. Pero usted ya me conoce, la perseverancia y la resistencia no son mi fuerte, y sí soy bastante testarudo. Frenéticamente comencé a limpiar cuanta manchita hallaba a mi paso, mientras veía en mi mente cómo iban desvaneciéndose todas las cosas dichas a todos sus inmundos clientes. Porque hay que reconocerlo, patrón, usted se carga cada clientecito que bueno…
Era mi trapo un Atila el huno con las manchas y los malos recuerdos.
Terminé feliz, tenía años de no sentirme libre de culpas y resentimientos. Decidí, pues, que vendría hoy lunes, justo después del puente, a presentarle mi amnesia como causal de despido. Verá, me siento tan tremendamente zen en estos días que ya no deseo iniciar el viaje de regreso a ésta, nuestra segunda casa…
Sí, sé que se siente usted muy triste por lo que le digo. Pero no llore, caray. No hay nada más enternecedor que verlo a usted llorando. Mire, tome pañuelo. No se fije en su textura y el deshilachado… ¡No, hombre! ¿Cómo va a pensar usted que le estoy dando un trapo? Anda, séquese las lágrimas. A ver, un ojito. Eso. De seguro le quedaron lagañas en el otro, por eso no ve bien. A ver, límpiese el otro ojo. Ah, es que se fue la luz, al rato regresa… Es la alergia, señor: nadie de la oficina se escapa. Afortunado usted, que no percibe olor alguno. Yo, en cambio, tengo que soportar toda la ristra de olores que manan de mi casa, desde la comida de mi señora hasta las croquetas del perro… No lo escucho bien, hable usted más fuerte… ¿Señor? ¿Sigue usted ahí? Supongo que lo que intenta decirme es que tome este cheque. Con gusto lo haré, faltaba más. Ah, y de paso, regréseme mi trapo.

No hay comentarios: