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lunes, 6 de septiembre de 2010

A medio vaciar

Inauguro sección: Los cuentos rechazados en el taller de narrativa. Tengo un chorro, pero voy a ponerles el más reciente, presentado el viernes pasado. Venga, pues.


Abrió la puerta, medio dormido. Sí, el mismo, contestó con la voz pastosa mientras encendía un cigarro. Qué fue lo que pasó, eso es lo que yo también quisiera saber… No, no vino por él, mírelo. Al fondo, el gris Oxford del frac hecho con las mejores telas traídas desde el otro lado platicaba con la pared malva del lugar.

—¿Cómo está la novia?

LAS DOCE. EL DÍA NO PARECE de primavera nueva, sino de un noviembre lagañoso: un sol a medio salir calienta las cabezas de los transeúntes que pasan ensimismados en sus cosas del trabajo, rápido, sin ver, hasta crear una cadena alimenticia a punto de romperse que se da codazos y no mira a quién golpea o a quién roza sin propósito, a esta hora del día, en esta calle.

En medio del torrente humano, en la tercera casa (la pintada de fucsia con amarillo), están Epigmenio y Sofía.

—No y no. Ya te dije que aunque nos casemos, no te daré este anillo. ¿Cómo que por qué? Pues porque es mío y punto. Ya, no empieces y no pongas esa cara, Sofía: hay cosas en esta vida que no se pueden dar, ni siquiera compartir. Ándale, ya te está hablando el modisto para que pases y te pruebes el vestido. Que no, no te voy a ver, niña. Mira: estaré viendo hacia la calle, tontita. Yo te cuido tu bolsa, déjala aquí.

Refulgir con ese vestido y aquel talle era poco, especialmente aquel día de sol lagañoso y los ojos de Epigmenio no pudieron sino hacer lo que otros ojos hacen cuando han vivido muchos años bajo las nubes y ven al sol en su esplendor por primera vez.

Tomó su mano, blanquísima y helada. “El anillo es tuyo. Deja voy a probarme mi frac”.

LAS CAMPANADAS DE UNA CATEDRAL son tan cursis como el propósito mismo de la ceremonia de blanco total y olor a nardos. La gente que las oye, a falta de sirenas, se acerca, atolondrada por su encanto para, una vez situados en alguno de los pliegues del churriguerismo de sus muros, atestiguar un acto que supone la continuidad de la especie y la permanencia del concepto del amor como una tradición para mantener en pie el deber ser de la vida misma.

Sofía era tan cursi como cualquiera otra saltillense, años más, años menos. Quizás años más: tenía veinticinco. Bajó delicadamente del carruaje decorado ex profeso para su unión con Epigmenio, ese guaripudo bigotón que la trajo cacheteando el suelo desde que lo matriculó por primera vez en la carrera de Ingeniero Botánico. Sus botas terminadas en un pico de plata fue la tijera que cortó el corsé de su virginidad: desde que lo miró entrar a la dirección aquella mañana de agosto, supo que era suyo.

Caminó señorialmente hasta la entrada de la capilla del Santo Cristo, sola. Su madre la miraba desde la banca lateral, adornada con nardos y jazmines al centro. Su padre, creía ella, la miraba desde el infierno.

El blanco impoluto de sus zapatos únicamente competía con la organza del vestido confeccionado por los dedos regordetes de Ángel, el mejor modisto de la ciudad. Ni el blanco de los ojos de la virgen o la sotana del sacerdote le hacían mella al fulgor. Sofía no era una novia, era un cisne encantado a los pies del altar. No hablaba, no sentía el calor de junio, no expresaba la mínima de las emociones. El maquillaje debía permanecer intacto.

Pero ningún propósito humano se cumple. A las diez de la noche, Sofía era una muñeca dibujada en tinta china sobre papel de albanenen por un principiante que no sabe usar las plumillas.

LUNES. ÁNGEL VA VESTIDO de palomo y no se casa ni casará a nadie. Nadie casa a nadie los lunes, los lunes son para trabajar para mantener el sueño que se construyó algún viernes o sábado de letargo azul plúmbago o rosa malva. Ángel va vestido de palomo y se dirige al anfiteatro. Ángel es enfermero en el hospital civil. Ojalá que volver ilusiones en sedas, rasos y organzas se pudiera hacer toda la vida, todo el tiempo.

—Te necesitan en el anfiteatro. No hay enfermera y hay que hacer una autopsia.

Ángel se desliza por las escaleras del hospital y llega al inframundo. Una cara conocida se asoma.

—Yo no me atrevo a entrar. Además, no podría…

Detrás del cisne desplumado estaba Sofía, esperando una señal para dejar de esperar a Epigmenio.

Ángel entró. Ángel levantó la sábana que cubría el cadáver.

Ángel no vomitó sobre la mitad chamuscada de aquel cuerpo y prefirió concentrarse en el falo. Mientras el médico diseccionaba el tórax ennegrecido, el enfermero observó bien el ancho de los muslos. Todo coincidía, no necesitaba traer su cinta métrica.

MALDITO TRAIDOR. FALLASTE a nuestro juramento. Yo, que te prometí amarte más allá del cielo y de los hombres. Yo, que te amé como a mi hombre entre todos los hombres de este mundo. Te dije que podría compartirlo todo con ella, menos nuestro símbolo de amor. Porque sabías muy bien que lo nuestro estaba pactado en nuestros anillos. ¡Muérete, estúpido! ¡Arde, arde, arde como sólo pudo arder mi corazón de pasión y furia por ti! Si no te voy a tener yo, tampoco ella

—decía incesantemente Leopoldo, la mano izquierda ocupada con una daga marcada con la firma roja de Epigmenio en ella; la derecha con un bote con gasolina a medio vaciar.

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