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jueves, 23 de septiembre de 2010

SECTOR MAÍZ

—TENIENTE, TENEMOS UN PROBLEMA —dijo con su acento tarahumara el comandante Salcedo—. Algo escandaloso.
—¿Qué pasa? —preguntó el teniente mientras pasaba su otrora blanco pañuelo por la frente oliva y arrugada— ¿Acaso el ex cura implora piedad?
—No, qué va, si ya fue fusilado —contestó la boca lampiña del comandante—. Ya hasta le corté la cabeza.
—Entonces, ¿qué es? —Volvió a inquirir el teniente, la voz destemplada— ¿Acaso te son insuficientes los veinte pesos que te di?
—El cura estaba seco, Teniente. Venga conmigo y le mostraré.
Ambos bajaron. El comandante, lleno de angustia ante la posibilidad de perder sus monedas; el teniente, con la espada a punto de ver la luz de las ocho de la mañana.
El patio del Colegio de los Jesuitas en Chihuahua recibió a los dos hombres con un pelotón arrodillado, trémulos rosarios en las manos y escapularios como sogas alrededor de sus cuellos desnudos y sudorosos. Rezaban credos y actos de contrición con la cabeza perdida entre las nubes de un julio inexplicablemente seco: los monzones esteparios veraniegos aún no llegaban en ese año, el once.
Con las capas de cuero de su chaqueta militar albergando el estridente olor de la sal de un hombre al servicio de las tropas realistas, el teniente guardó la mitad del cuerpo de su espada, lista ya para entrometerse en la vida de los otros, como era su costumbre.
Luego, se inclinó cuidadosamente sobre el cadáver acéfalo de Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla Gallaga Mondarte Villaseñor, otrora Cura Hidalgo y el último en caer tras la emboscada del ahora Coronel Elizondo, mejor conocido entre los militares como “El espía veloz de Acatita de Baján” tras el rápido encumbramiento que obtuvo dentro de la milicia de la Nueva España.
—¿Por qué rezan? ¿Por qué han limpiado la sangre de este hombre? —Preguntó furioso el teniente— ¿Qué no ven que matar a un traidor no es pecado?
—Mi Teniente, el cuerpo no ha sido tocado desde el fusilamiento —respondió un hombre del pelotón mientras apretaba las cuentas del rosario con sus uñas cafés—. Al cura no le corría sangre por las venas.
—Ya con éste son cuatro —dijo un soldado más mientras ayudaba a otro compañero a incorporarse—.
—¿Cómo que cuatro?
—Los otros tres fusilados tampoco sangraron, mi Teniente —dijo el comandante Salcedo.
—¿Y por qué tanta tardanza en decírmelo?
—Queríamos comprobar que en verdad esto fuera una señal, mi Teniente…
El cielo se abrió para desplegar su blanca escalera mientras el patio se llenaba de Aves Marías y pupilas repletas de seres nunca antes vistos que escoltaban a un hombre blanco y barbado, de aspecto soberbio y seductor, a cuyos costados se lograban perfilar las siluetas de los cuatro insurgentes, más vivos que nunca.

ES A ESTA HORA DEL DÍA CUANDO el Teteocán despliega la puerta que da a la zona del Ilhuicátl, donde el dios amarillo del sol se come las flores de las estrellas haciendo que la esperanza siempre vuelva. O al menos así les dijo Miguel a todos sus feligreses en la misa del primero de septiembre del año-hombre pasado: “Miren siempre hacia el sol. Es el sol lo que uno de estos días nos traerá buenas noticias”.
Lo que nadie sabía (excepto Miguel), es que aquella frase era enteramente cierta: hoy regresaré con los hombres de mi sector y mi promesa habrá sido cumplida.
Espejo, no me muestres así. No malinterpretes mis acciones. Esto no es un acto heroico. Yo no hago esto por el hecho de cumplirles una promesa a esos hombrecillos, sino por la urgencia que tengo de llenar el formato de trabajos realizados por mí con los terrícolas del sector que tengo a mi cargo, ahora que Gucumatz está por realizar la auditoría cósmica de cada era. No quiero que me ocurra lo que a Zeus hace unos días: Odín lo ha pillado y la multa asciende a dos guerras exorbitantes dentro de tres meses, más el extravío del registro de quién es en verdad Zeus y cuál es su función asignada como “dios” del Sector Mapa.
Regresaré y estableceré ahí mi reinado. Mi gente está de acuerdo con mi plan: es el proyecto de más pronta y fácil realización, por lo que las vacaciones a las playas intergalácticas están más que aseguradas. Y en realidad esos hombres merecen que mi efigie vuelva a gobernarles, ¿no es así, espejo? Eso: qué bien lucen mis barbas de plata cuando estamos de acuerdo tú y yo.
Ya he hablado con Miguel y los otros tres (sus nombres se me confunden), y puesto que estoy casi seguro que alguien los traicionará, he mandado sustituirlos por unos hombres idénticos a ellos, pero sin sangre ni corazón.
Creo en ellos porque no me queda de otra, y porque el Ingenioso Cura Don Miguel Hidalgo –como le dice “El Negro” Tezcatlipoca– nos convenció a la banda con su cara de güero enajenado de que él y sus amigos son los idóneos para realizar esta empresa.
Al Ingenioso lo conocimos un miércoles de luna llena en que sintonizábamos el canal mexica en nuestra esfera de humo para ver qué ocurría dentro del Sector Maíz. Ahí estaba, en medio de la sierra, practicando el viejo ritual del jade y la obsidiana para entablar contacto con nosotros, “la deidad”.
Al Negro, al Tona y a mí el cura nos pareció un desquiciado soberbio. “Otro raro más”, dijimos mientras le cambiamos de canal para ver la final del juego de pelota maya.
Sin embargo, el fervor de Miguel (y nuestra vanidad, hay que reconocerlo) a todos nos sedujo, al grado de que hicimos una costumbre el sintonizar, cada miércoles de luna llena, el canal. Pronto comenzamos a considerar sus actos como sinceros y dejamos de juzgarlo como un extravagante y absurdo criollo (tan común entre los descendientes de Hera y Zeus). Le tomamos cariño al muchacho, pues.
Contactamos al güero la noche de San Juan del año-hombre de 1805. No es necesario decir que Hidalgo inmediatamente se comprometió con la propuesta: es blanco y es descendiente del Sector Mapa, después de todo. Y a todo descendiente del Sector Mapa, muy en el fondo, le gustaría verse convertido en gobernante. Aunque, siendo justos, el Ingenioso ha sido el mejor de los súbditos terrícolas que hayamos tenido en nuestra administración.
Dentro de unos minutos divinos, el Sector Maíz será de nuevo el Reino de Quetzalcóatl, el mejor de los ocho sectores del Cascabel Azul.

“LA VANIDAD ARRASA CON LA DEIDAD” (o con la superioridad del extraterrestre). Ése es el título de mi tesis para el doctorado, Director. No me mire así, todo escandalizado. Le explico:
Si Quetzalcóatl (cuyo nombre real es inaudible por nuestros oídos humanos) no hubiera sido escuchado por Gucumatz cuando aquél se peinaba las barbas de plata frente al espejo de sucesos especiales, el Plan Quetzalcóatl habría salido como se esperaba y muy probablemente los quetzalcoatlenses seríamos ahora el número uno en todo lo que se nos antojara.
Pero no. Ocurrió a cambio la catástrofe, la maldición del supremo creador pronunciada justo en el momento en el que el Jefe del entonces Sector Maíz (nuestro Sector Vacío de ahora) descendía con su escolta galáctica y los cuatro insurgentes: quienes nazcamos aquí, estamos condenados a vivir la soledad en medio de la vastedad geográfica.
¿Qué está usted diciendo? ¿Cómo que los resultados de mi investigación podrían dañar a nuestra sociedad al perturbarle su tranquilidad inducida? ¿Que estoy expulsado de la institución? ¡Pero una verdad nunca debe ser escondida…! Ah, ya veo. El protocolo galáctico. No, no tiene nada qué explicarme. No se moleste, no necesita darme un abrazo, Doctor. Esto es la Universidad de Acatempan, no un concurso perdido: entiéndalo.

“CON LA VASTA TIERRA DE LA MANO DEL padre, y los ecos del vacío en tu alma cantando alabanzas al jamás…". Pobre Juan Domínguez, cantando el himno de su país mientras desciende las escaleras de esa universidad. Para él ya tampoco es una pregunta al aire lo que se siente el tener un puñado de esperanza entre las manos…”.
—¡Gucumatz, apaga la condenada esfera! ¡Ya déjame dormir! —dijo Coatlicue antes de voltear sus caderas anchas hacia el otro lado del lecho.



(Publicado en la revista "Parteaguas", Julio de 2010).

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