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jueves, 23 de agosto de 2012

Trece horas en la calle para reencontrarme. Rostros, ruido, anécdotas, recetas, plastilina, medios litros de pintura, un dúo expulsado de los tiempos de peñas, el rock metálico de la cajera del seven, la computadora, bancos, bancas, manifestaciones, un maestro acomodando libros en una biblioteca pública, otro gritándome como si aún fuera yo una alumna, un tugurio tocando canciones fresas a las cinco, la vicky que jamás me termino, quince cuadros de un señor que pinta el zoom de un cabello maltratado (pero él le dice que es arte abstracto), cuentos maravillosos, mensajes de superación personal, carteleras, viajes, dolencias, alas en bronce para competir contra los ángeles a mitad de la plaza de armas, la frase de Bulgákov dándome vueltas ("¡Invisible y libre"!), recuerdos de cuando había URSS y yo tenía inocencia, el email saturado y sin los correos que se esperaban, chocolate oaxaqueño, un abrazo a la distancia, mis muertos bailando por estas mismas calles, yo misma muerta una y otra vez (creo en la fenomenología a ratos) desconociendo mi nuevo estatus de diva del aire. Trece horas marcando a las nubes para pedir la tierra. Trece horas y creo que recordé que amaba demasiado y un día dejé de existir, y ahora amo de nuevo (mis ojos, lo que camino, lo que palpo, lo que recuerdo) y no pienso dejar este lienzo suave donde pinto (o eso intento) lo que me hace decir que sigo viva. 

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