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miércoles, 16 de enero de 2013

Palabra exacta

A las seis de la tarde, el escritor de mediana edad y media beca estaba replegado en el universo de las palabras de una librería. Nadie podría salvarlo de la mudez de su lengua, su dedo índice y pulgar, excepto aquellas, ya muertas, de los autores que yacían en cajas de escritura de formas y estilos variados. 

A las seis de la tarde, el escritor de mediana edad y media beca, libreta de moda y pluma bic en mano, escuchó de pronto un crujido naciendo debajo de los niveles del sonido. Si los descubridores del ADN, físicos relegados a estampitas de papelería esquinera la hubieran visto, probablemente habrían creado y comprobado la teoría de que la lengua es inherente al hombre desde su nacimiento y por lo tanto, también en su caída: signos en negro colocados verticalmente uno encima del otro aparecían como el holograma primigenio a través del cual algún alienígena de inteligencia superior sembró la inteligencia en el hombre. 

Caminó lenta, parsimoniosamente entre los libros. La palabra ufana de sí diseminaba fonemas de autarquía. 

A las seis de la tarde, el escritor de mediana edad y media beca, saliva deslizándose desde la compuerta bucal abierta, observó cómo la palabra ufana de sí trepó sus pantalones verde olivo hasta la rodilla, para inspeccionar cuidadosamente, y no sin cierta resignación, su nueva casa. 

A las seis de la tarde, el escritor de mediana edad y media beca tenía ya la palabra justa en su otrora hoja blanca. 

-¿Pero qué haces? -dijo a las seis de la tarde el escritor de mediana edad y media beca, la ceja arqueada. 

-He venido en tu auxilio. Soy la palabra que buscabas, la única, la exacta. 

-¿Y quién te ha dicho que te buscaba a ti? 

-Las palabras, cuando ocurre el silencio, son como los amantes: se aceptan a cambio de la elongación del paraíso; se quieren a cambio del fin de la soledad. Y jamás hay pero que valga, porque en el lenguaje y en el amor, lo pronunciado y lo amado es lo que debió ser, aunque el que hable y ame no esté de acuerdo con ello. 

-Llamaré a tu campo semántico para que vuelvas. No requiero tu compañía -dijeron los dientes amarillos a la palabra ufana de sí misma, la voluptuosidad de su caligrafía de origen recostada entre dos líneas perfectamente trazadas. 

-Si lo haces, mi campo semántico se pondrá en huelga. Y no sólamente tú quedarás vacío de palabras para tu página, el resto de los hombres olvidará la porción de memoria dibujada gracias a nosotras. 

-Lárgate. 

Y de un soplo, a las seis de la tarde, el escritor de mediana edad y media beca retiró la palabra ufana de sí misma, y como un embudo la libreta se absorbió en el aire junto con la incapacidad del hombre de enunciar cotidianamente una sensación, un pensamiento o un deseo: frío impalpable erigiendo reinos dentro mío, oro de astro tocase mi alma al caer mi hora. 

Alivio del escritor de ojos profundos y novela entre las manos.

La gente comenzó a aplaudir el nuevo ritmo del inventor de estadíos al escucharlo: ¡Alegría del oído masivo sobre el atardecer! Las seis de la tarde, ¿o las diez de la mañana? 

Miedo, estupor, tiempo, angustia, desesperanza y agenda; psicoanálisis, fama, poder, banalidad, vértigo y hastío fueron desterradas aquella tarde, junto a estulticia.


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