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martes, 21 de diciembre de 2010

NEURÓTICOS ANÓNIMOS

La preciosa mujer de manos ultrafinas llegó para sentarse en aquel banco un viernes cualquiera. “Hola, soy María, pero me dicen Santamaría de los Alacranes. Soy alérgica al pelo de los perros, a los cambios de estación y al polvo, y soy obsesivo-compulsiva. Realmente, pero lo digo de verdad, es un gusto estar aquí”, dijo mientras se alisaba la falda a cuadros morados que portaba, impecable y totalmente a la moda.

Santamaría de los Alacranes tenía muy mal genio. Solía ser cruel y exigente con sus súbditos y gustaba de omitir cada una de las reglas proferidas por alguno de sus jefes, que, para gusto suyo, no valían un centavo “ni como hombres ni como jefes ni como nada”: a los flojos, entre más pronto los mandes a dormir, más tiempo te dejan para hacer lo tuyo, decía. Por esa razón, le adaptaban chistes como “Santamaría es tan enojona, pero tan enojona, que si un día llega a desmayarse, en vez de volver en sí volvería en no”. A ella no le causa ni gracia ni molestia: “Son hormigas humanas. Con ellas no tengo tiempo de pelearme”.

Nunca reía. Tampoco era de las que frunciera el seño. Odiaba las arrugas, igual que odiaba ver las carpetas fuera de lugar, que su taza de Picasso traída desde Chicago estuviera mal lavada; que las blusas, originalmente ubicadas a imagen y policromía de su ordenadora, perdieran la armonía del color (“el magenta es más oscuro que el malva, idiota”, le decía a Joaquina, su sirvienta), y, desde luego, que los pantalones y las faldas quedaran mal planchados, mal colgados y totalmente arrugados.


Tampoco salía. Solía pasar su tiempo libre revisando que todo estuviera bajo control. Empezaba por el escritorio y terminaba siempre en el ala suroeste de su amplísimo
vestidor, que contaba con doscientos pares de zapatos debidamente etiquetados y ordenados por temporada, colores y tamaño de tacón.

Fue extraordinario, entonces, el flechazo que Ruperto dio contra la mujer maniquí.

—Hola, María (porque aquí te llamaremos por tu nombre, no por tu apodo). Es un honor tenerte como nueva integrante de Maniáticos y Neuróticos Anónimos. Soy Ruperto, líder de la banda. ¡Vengan esos cinco!

Y el señor vestido de jovencito ochentero (pantalones deslavados, camiseta de los Scorpions a medio fajar y tenis Nike del año del caldo) se rió estruendosamente de su propio chiste.

Todos aplaudieron, gustosos, como cuando la gente va al circo o a un programa de televisión y aplauden por la inercia de las carnes en movimiento de las edecanes. Ruperto le abrió sus brazos a la mujer recién llegada, como emulando el perdón papal y reconociendo una oveja más extraviada, ahora vuelta al rebaño. Pero Santamaría de los Alacranes se limitó a decir:

—Espero que aquí haya desinfectante para las manos. Mi silla tiene una desagradable mancha en el costado izquierdo y acabo de poner los dedos ahí.

Y todos rieron. La mujer pensó que se había equivocado de lugar y había ido a una junta de Chistólogos Desempleados Anónimos o Babosos Anónimos.

—Lo que haremos será desinfectar tu alma, María. Sabemos que en el fondo has sufrido bastante. Adivino: ¿tu madre te obligaba a tenderle la cama a tu hermanito? O mejor aún: ¿en casa te estigmatizaron porque eres brillante y lavar trastes no era lo tuyo? Nadie de los que estamos aquí se ha convertido en un neurótico o maniático nomás porque sí. Mira, siéntate al frente de las filas para que veas la película que te voy a poner.

Y entonces, pasó lo que...

—Sí, papá. Que a mi mamá le encantó ese gesto tuyo de hacerla sentir una reina. Te lo confesó una noche de amor cálido en el Mirador del Ojo de Agua. Dijo que amó de ti tu insignificancia, tu don de la adivinanza y tu humildad ante ella, pues la trataste como la reina que nadie había respetado. Y cuando te lo dijo, tú la amaste para siempre. Sí, yo la habría adorado, de haberla conocido, pero murió el día que estaba naciendo yo al no querer pujar. Odiaba las arrugas y no quería corromper su bellísimo rostro… Ya vamos a dormirnos, papá. Mañana debo llegar al CREE muy temprano. Te daré una sorpresa, ya lo verás.

Agustín finalmente movió un poco su piecito derecho, haciendo una pirueta con Susie, la niña que me recuerda tanto a María retratada de pequeña.

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