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miércoles, 15 de junio de 2011

Sobre la virtuosidad de los presos

Los presos son antiguos viajeros que decidieron anclar su poesía en una isla de concreto y paredes lustrosas y grises. Piratas, mojan sus barbas ahora inexistentes en las aguas de los charcos de sus celdas e imaginan que un día, su dios hará llover muy fuerte hasta derribar los muros y las mallas que ahora asfixian su corazón.

Los presos llevan consigo tatuada en relieve la palabra libertad en la muñeca izquierda para saber de dónde provinieron sus males ajenos, y en la derecha, con tinta azul, para saber hacia dónde se dirigen. Cansados, cierran los ojos hasta iluminar de colores vivos aquello que llaman hogar y es el único territorio donde sus demonios pierden las jugadas, y el único espacio donde hasta su voz alcanza a desdoblarse con la tranquilidad que dejaron de compartiles los del otro mundo.

En sus vidas anteriores, los presos fueron mudos que observaron la paciencia y el decoro de sus emociones, y por eso en esta vida no levantan la voz cuando saben que ya todo se volvió agrio, incierto, injusto, fojas y sellos y lociones varias después de tratada la última audiencia. Algunos traviesos acaso logran esconder su furia y su rebeldía en las botellitas vacías del shampoo con el que lavan sus rizos de no ángeles para luego abrirlas un día pleno de fotocelda en el patio sin cancha.

Cuando están tristes o quieren alegrar a las mujeres que los esperan, los presos arrebatan a pulso de memorias buenas y palabras dulces una estrella del cielo. Luego, la ponen cuidadosamente dentro de una caja musical con las canciones de sus días en el abandono y las agitan suavemente hasta tener el resultado final: un cometa parlante de noches tranquilas y días aciagos. Después, los presos le escriben un poema a su creación y luego lo dejan ir para que se pierda entre el silencio de las constelaciones.

Los presos son filósofos del tiempo. Nunca objetarán la llegada de los colibríes, pero tampoco sentirán pena si arriba una navidad vacía de olor a pino y regalos nuevos. Los presos retratan sólamente a dos tiempos: pasado y futuro. Revelan sus fotografías en la oscuridad de su propio verbo estar y las enmarcan para no perderse nunca entre los reflejos de los otros tiempos: conscientes de su momento, los presos odian salir descuadrados de la foto que es el día de hoy y por eso prefieren disparar ellos el click que capture otros labios saludando frescamente.

Aprendices de los maestros que todo lo perdonan, se instruyen, cada sol con su propia luna (que aprenden a distinguir entre los mil millones de patrones distintos enviados por un ser superior que juega -porque ya descubrieron cuál es su jueguito- a hacernos creer que todo siempre es lo mismo aunque no sea cierto), en el arte de reconciliarse con las pesadillas propias y las ajenas y con uno que otro mundo malhecho que no tuvo remedio más que existir gracias a sus manos, ojos y dientes.

Los presos comen de los senos soleados de sus mujeres las viandas que les restringen en su nueva ciudad. Beben de la copa de sus pechos el agua que ahí no han de ver más que cuando alguno de ellos muere como tal y renace en un hombre aparentemente libre (porque descubren que está más preso el liberto que trabaja doce horas diarias para otras manos que no son las de ellos) y se sirven el doble postre de la sombra de los duraznos secos que el intendente olvidó regar.

Los presos no escriben sus memorias porque prefieren volarlas en poesía. Por eso, cada doce días llenan su tintero que es su lengua con tinta invisible y juegan a renombrar las cosas que les dieron placer en aquella otra vida más allá de las celdas. Cuando alcanzan las cien cuartillas de sustantivos nuevos y adjetivados instantes, se pinchan la cabeza con un alfiler para empezar otra vez la travesía de la recreación de las cosas por el verbo. Y así lo hacen una y otra y otra vez hasta que se percatan que la libertad tomó otros nombres y ellos también estuvieron ahí.

Los presos figuran en las filas primeras de una entrevista con dios, porque a dios le gusta saber qué se siente ser dios y estar en la jaula de un ser más infame. Los presos rara vez comparten la experiencia que los vuelven más estoicos que su interlocutor, porque saben que es lo único que los distingue y hace más grandes y lumínicos que cualquier gigante etéreo dueño de cada planeta.

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