Las cinco. A esta hora vibra la canción de miel de un soterrado desierto. La gente parece dormir un sueño distinto, otra época, la maravilla de la deconstrucción de su catedral, ahora en un trozo de pan con leche amarga. Las cinco, los cabellos de las mujeres solas, construyendo una Ítaca para sus hombres muertos, los desaparecidos y los que están por conocer, a pesar del viento siempre girando en dirección opuesta a los besos que ellas mandan. Las cinco. Nadie sabe por qué, pero todos aprietan los dientes mientras conducen sus naves rodantes por el asfalto lagañoso, dorado, un oasis de rapidez contrastando con el perfume rancio de las flores otoñales que recoge el sonido de los niños jugando. Todos, sin excepción, recuerdan cuando no tenían frío, allá, en el útero femenino. Y todos aprietan los dientes (unos pareciera que beben leche, otros, simplemente transmutan la rabia). Todos quisieran ser José Alfredo, por aquello que él sabía llorar. Las cinco. Mi ciudad no está muerta, nada más ha dejado de pasar a esta hora por aquí.
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