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miércoles, 26 de octubre de 2011

Arte-objetos literarios

Llegué. Me recibió un cuarto oscuro, con unas luces que ante mis ojos, y de lejos, parecían pequeñas veladoras. Todos callaban. Una mujer en medio de dos hombres cantaba algo así: "Cada día que pasa se nos pudre algo. Cada día que pasa se nos escurre el tiempo". Digo que era algo así porque no sabía si clavar mis ojos en el corset de la soprano, hermosamente bordado con conchitas, buscar a ese hombre, el único capaz de fabricar arte-objetos vivientes en Saltillo, o cuidar que mis botas de quince centímetros de alto no pincharan esa burbuja sonora que me recibía en la calle de Juárez.

Una tierra de muertos me daba la bienvenida. Desde las fotografías en exposición, idea de alguien que decidió hacer las cartas de la lotería mexicana con personas reales, con la carta número catorce al centro de todas ellas, descrita como un sicario apuntándote a los ojos, hasta el papel picado y uno de los picos de la piñata que pendía del techo, dejando su estela morada sobre mi cabeza, pasando por la catrina cantarina y su galante guitarrista que contoneaba los dedos en el instrumento de voz propia. El hombre principal, el artífice de ese artístico mundo, pequeño, folklórico, de sabor al barro que se desprende de las casas antiguas de mi ciudad, estaba a la derecha, ataviado de negro, contrastando con la luz de su voz.

Los textos llegaron como llega el viento del otoño en México: despacito, silencioso, frío. Conocido y entre amarillo y azul, con descargas de un rosa que solamente este país sabe producir. Un puente melífluo precedía la aparición de cada uno de ellos, antífona de las desgracias, los presagios, las decisiones, las súplicas suaves y las ocurrencias de cada uno de los personajes. Uno la escuchaba y de inmediato se trasladaba a esas iglesias que se están cayendo (de tanto pedir sin conceder, no tanto por el tiempo) y que únicamente la lluvia las erige por ser más hermoso todo cuando es lavado. Aparecían entonces el hombre que le da medio pavo a la muerte con tal de que le dé tiempo de cenar lo que nunca pudo en el resto de su vida, la mujer que había nacido con la vida un día adelantada, el inmigrante que murió y se entera de la noticia hasta que regresa a su pueblo natal, cuando otro conocido muerto le entrega su fino sombrero perdido, el hombre (o la mujer) que le pide a su pareja permanecer con él antes de morir y el hombre mentiroso que nada más decía sus verdades cuando se ponía borracho. Cantando, se asomaban La Llorona y La Niña de Guatemala, y otras tantas mujeres que entraron en la catrina soprano que iba acompañada por su galán, ataviado de una guitarra.

"El día que aprendamos a echar zacate por el ombligo" es un acto multidisciplinario, confeccionado a imagen y semejanza de su creador, Alberto Tovar, uno de los máximos representantes de la persistencia del arte verdadero y la lucha que implica hacerlo valer en una ciudad-cajita como lo es a veces Saltillo. Alberto lo mismo lee con extraordinaria capacidad de la multiplicación de las voces (otorgada cada trescientos soles nada más) los cuentos seleccionados con la paciencia que él tiene porque así nació y porque además el destino lo ha hecho uno de los mejores custodios de una biblioteca. Se da el lujo de contar un cuento haciendo dos personajes a la vez, responderse a sí mismo pero con otra voz, emitida desde otro tiempo, grabada y editada en su computadora multiusos, del mismo modo en que graba la voz más polífona de las actrices contemporáneas de Saltillo, Mónica Almanza, un día en que llegó un equipo de sonido a la Biblioteca Elsa Hernández. Llama con los hilos de sus dedos a músicos y sirenas, los estudia, hace un viaje sónico con ellos. Eligió a Judith Nuncio y a Luis Fernando Subealdea para disparar la cantidad exacta de decibeles a la hora de matar al público con el multiestudiado discurso de la muerte en México y su cosmogonía tan colorida que todos los que la visitan querrían estar ya en tal circunstancia para ser acreedores a vivir en ese lugar.

No es que se valga de recursos o efectos especiales. Alberto despliega sus únicas armas, los dones de la creatividad y la invención, la música que lleva pegada en los dedos y en las cuerdas vocales, la sensibilidad para encontrar ese hueco que nadie ve y desde ahí proyectar ese otro mundo que vive con nosotros entre las manchas y las hojas que las albergan. Alberto abre la boca y la llena de aire. Luego, lo deja reposar durante días y sopla lo que las voces que la habitan nos dicen a diario, pero no podemos comprender.

Abrirle la puerta a un creador como él una noche de las previas a esos días tan contradictorios (por festejar coloridamente un acto solemne como lo es la muerte) es, más que un gesto de búsqueda o regocijo del sentido del oído, el gusto, el tacto, el olfato o la vista, un acto de agradecimiento para uno de los saltillenses que se ha ganado el título de serlo, a pesar de los vientos y de las sillas vacías, los proyectos a priori subestimados (pero que al final resuenan siempre como coletazo de dragón), pero sobre todo, por el amor que le imprime: Alberto, en cada arte-objeto literario (malamente denominado "lectura en atril"), regala una flor para adornar el agreste escenario de un Saltillo que siempre le regresa un trozo de luz.

Alberto Tovar y su estela del arte objeto literario se moverán por las tierras de la zona carbonífera este puente de muertos. Acompáñelo, coahuilense (y vecinos), si desea contribuir a la emancipación de sus sentidos.

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