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lunes, 20 de mayo de 2013

La sinfonía de los nómadas

La casa del desierto, una de la tarde. Las caras de los nómadas terqueando el sedentarismo en sus máscaras de danzantes por las viejísimas olas de un mar que sólamente su eco deja crecer en las voces de los camiones sin afinar, dos o tres vendedores de yukis, altoparlantes de sindicalizados congregados a la suerte de los mortales. 

Tam, tam, tam, los yunques en los pies caminando hacia las puertas de los centros comerciales, las llantas doliéndose el ardor cruzando puentes para alcanzar el tiempo que se va, se va, se va, como salario perpetuado para el devenir de los tiempos. Son tambores lejanos anunciando el asentamiento a la fuerza, piedras lanzadas desde el corazón al corazón de la tierra: hermano, no me toques, no me mires, no maquilles la distancia, no me ames, no me hables, no me resucites con palabras, dame agua, dame pan, dame el techo de un día de infancia, un vientre cósmico para volver, volver, volver. Tam, tam, tam, las puertas son tocadas por los pedigüeños, las amas de casa obviarán el sonido y seguirán cocinando las lentejas con una lágrima por la cintura perdida. Tam, tam, tam, dos secretarias secretamente se odian y lo dicen con el golpeteo de sus uñas arañando el teclado, la impresora atascada de impedimentos para salir adelante. Tam, tam, tam, y los zapatos de trescientos obreros caminan igual sólo para complacer a sus jefes. Tam, tam, tam, un niño juega con su carrito nuevo a ser taxista, sicario o profesor.

Esto también es sinfonía.

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