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sábado, 21 de diciembre de 2013

Sábado 21 de diciembre, tolvanera y cielo color café. Como cada año, esa bendita costumbre de ir hasta el centro, admirar con regocijo la voluptuosidad del aguinaldo desplazándose de una vitrina a otra, de un cuerpo a otro: niños, madres de todos los colores y complexiones, padres (en su mayoría vaqueros) y ancianos (los menos) sienten el vértigo del poder, como lo sienten a diario sus jefes, como ellos aspiran a sentirlo una vez al año, aunque todos sepamos en silencio que el poder, quiero decir, ese poder, nunca, y que tal vez el verdadero nadie lo quiera oír porque no tiene plusvalía y, para acabarla, es completamente abstracto, originario de algo llamado introspección.

Llegar con el carro a punto de turrón por tanta tierra, buscar paciencia para hacer fila y entrar al estacionamiento más seguro de la ciudad y también el más caro: el de la calle Padre Flores. Inició en lo que antes era la central camionera de la ciudad, con el tiempo y gracias a los boletos en diez pesos encontró espacio para sus posaderas de cemento en la parte posterior del terreno, que da a la calle de Manuel Acuña. Más tarde, ya con el boleto a trece pesos, la calle de Victoria, la principal (esa que antes era bonita hasta que un día alguien la convirtió en una calle estilo mol macalero), también tuvo acceso y lugar al estacionamiento. Desde hacía ya unos ocho años, los mismos señores, uno en cada punto, casi como si fueran la Trinidad. 

Hoy, después de tres meses de mantener callado este asunto, decidí escribir que no hay más señores atendiendo, que el boleto ahora cuesta quince pesos y que en el lugar de los señores (uno de los cuales era mi amigo -me hice su amiga cuando, saliendo de comer tamales en la fiesta de San Francisco, por dos minutos me cobró trece pesos. Cuando vio mi mueca de regatona, me dijo: "entonces qué, ¿le descuento los trece pesos y que me los cobren a mí?". Me dio tanta risa que ese día no llevé champurrado a la casa porque se lo dejé a él) hay dos máquinas para cobrar los boletos. 

El cambio ha sido la estupidez más grande del mundo: ¿los dueños habrán contado de perdido cuántas personas entramos y salimos al mismo tiempo de ese estacionamiento?, ¿se habrán puesto a pensar que justamente en fechas chocantes como ésta la gente converge al triple al santuario de las carnicerías? Hacer fila es un horror, ha habido ocasiones en que he tenido que pagar un nuevo boleto porque en lo que llego 
desde la maquinita a mi carro se me acaban los quince minutos de tolerancia. La gente no sabe del otro cajero, ubicado en la salida a Acuña y la verdad es que no dan muchas ganas de difundirlo: está tan oscuro que de pronto todas esas historias de Jack y cientos de violadores aparecen con singular alegría por la mente. 

Pese a todo esto que estoy diciendo, mi molestia real se centra en otro asunto: ¿por qué los dueños, podridos en dinero tras veinte años de estacionamiento monopólico en el centro, decidieron ahorrarse cuatro míseros salarios mínimos? ¿Tienen idea de que esas personas también comen, visten, calzan y sueñan, que tienen hijos que en algún momento necesitarán gastar dinero para sobrevivir? ¿A este siglo se le olvidó en lo que estaba pensando Karel Capek cuando lanzó al mundo la palabra robot

La frialdad de los habitantes de mi ciudad me asquea. No es posible que una comunidad tan pequeña siga siendo, después de más de cuatrocientos años, tan estúpidamente fragmentaria. Si a los dueños del estacionamiento les puede tanto pagarle a cuatro familias lo que ellas por derecho del tiempo merecen obtener (finalmente, también son caracteriológicas de la ciudad), entonces nosotros, la clase media, deberíamos sentir dolor de pagarles un servicio a esta gente. La mayoría venimos de la misma clase social que estas cuatro personas que se quedaron sin empleo, ¿por qué apoyar a las familias que siempre nos han explotado?

Ya sé que todo mundo seguirá usando ese estacionamiento por fines prácticos,  pero he ahí que la palabra práctico es lo que aclara el fin de todo esto: la practicidad está cifrada en términos monetarios (cuánto te tardas en ir al banco, cuánto en sacar el pasaporte, cuánto en empeñar tus joyas, cuánto en hacer trámites a Palacio de Gobierno), no en el desarrollo general. Comprendo que estemos en un mundo material. Lo que no comprendo es por qué siempre le ha de acompañar la insensibilidad y la crueldad. 

Así las cosas, el próximo diciembre preferiré cargar mis siete kilos de chancho más calles a pagarle a un robot el dinero que mi amigo no verá, porque sabrá dios dónde estará trabajando y cuánto gane.






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