Sucumbí al Facebook:

sábado, 28 de diciembre de 2013

Tengo dos abuelos que eligieron las fechas decembrinas para partir a otro viaje. El primero, Chema, murió el mismo día que Charles Chaplin, dejando nueve hijos con historias sin pagar y una nieta, mi hermana mayor, muerta de susto cuando Miguel la llevó a despedirse de él, tendido en la cama tras su última batalla con la diabetes. Lo hizo porque ella era la consentida, la bella niña que lo hizo comprarle una lavadora a la pareja de recién casados que no sabían (y quizá nunca supieron muy bien) lo que hacían. También lo hizo porque mi padre era el consentido de mi abuelo: era el único nacido pelirrojo, con un pie chueco y con la malicia que le gustaba en el fondo ver retoñada en el niño. Era un hombre recio, de Zacatecas. Su madre le dio sus dos apellidos y quizá esa era la causa por la que mi abuelo Chema se resistía a presentar su acta de nacimiento para solicitar su jubilación. Dicen que amaba leer y les prohibía (aún no sé si por costumbre zacatecana o por maña acuariana tendeciosa) a mis tíos y a mi papá leer los libros más complejos (en especial los de Hermann Hesse y Dostoievsky, decía que eran malos). Se daba tremendas enojadas si se daba cuenta que los habían tomado. Como quiera todos leyeron su biblioteca completa, en especial Chema chico, Rosa y Miguel. Supongo que a mi abuela Sara le dio un dolor muy grande y, escorpiona y mártir que era (nació un día de San Judas), esperó dos años para morir un 8 de febrero, justo cuando su Chema había nacido. 

La otra abuela es Lupita. Era la mayor de los hermanos Ramos Esparza, los descendientes de una familia tlaxcalteca adinerada cuyos padres murieron a muy temprana edad, dejándolos al cuidado de unos padrinos quienes al final perdieron la herencia de los tres hermanos. Lupita, a diferencia de Josefina, la madre de mi madre, jamás movió un dedo para exigir lo que era suyo. Bajita, blanca como la misma luna de Lorca, lo suyo era cocinar a la familia Hernández Ramos en lo que su hermana menor iba a pelearse entre abogados corruptos y necios. Sabía bordar y sabía dar unos abrazos hermosos. A decir de mis hermanos, fue la mujer más noble que haya existido a la redonda en esta tierra que nos tocó vivir. Vivió una vida de sufrimiento que al final se vio compensada con una lista que Margarita le encontró debajo de su almohada, unos días después de fallecida, una lista con todos los lugares adonde había viajado con la familia Carrillo Hernández, mi familia, la que parece que es otra porque a mí nada más me ha tocado presenciar la historia de una generación aparte a través de fotos y anécdotas entrecortadas. Margarita, que cree en la reencarnación, creía antes que yo era mi abuela Lupe porque me parecía a ella: el cabello quebrado, buena voz (ella era soprano) y de niña yo nací con unos ojos grises que dicen eran iguales a los de ella, que muy pronto se tornarían azul marino para luego volverse negros. Aún me queda el contorno azul marino, de repente se mira con cierta luz. Únicamente dos personas los han visto. El segundo de ellos se robó mi alma en noviembre.

Pero Margarita olvidó la teoría tan pronto su hija se volvió una auténtica "muchacha lebrona": respondona, rebelde, preguntona, desobediente, era la antítesis de la pureza y la bondad de mi abuela Lupe, quien, según otra creencia de Margarita, deja monedas escondidas en los lugares más insospechados cada vez que uno de mis hermanos o yo vamos a cumplir años. Yo más bien pienso que las olvidan, aunque me gusta mucho pensar que mi abuela, de un modo u otro, está al pendiente mío en alguna parte intangible de este enorme universo. Ella partió un 27 de diciembre, tres años y tres días antes de que yo naciera. Es raro esto de la vida, por más que uno dibuja trayectos en el aire, el tren te dice cuándo vas o no vas. 

No sé si de ambos heredé algo más que el mes para erigir mi personalidad. Diciembre no es tan dicharachero en mis dos familias, después de todo, aunque a todos nos dé por contar chistes ácidos (los Carrillo) o cantar en el karaoke (los Hernández). Yo más bien tiendo a pensar que de mi abuelo heredé el trato rudo que a veces se necesita tener para la vida y esa inagotable sed de entregarse, aunque muy a su manera. De mi tía abuela creo que nada más heredé el cabello y la facilidad con la que me conmueven las historias, aunque, como tengo la herencia de mi abuelo, nunca lloro frente a ellas, a diferencia de mi abuelita. 

De Chema se cumplen 36 años. De Lupe, 34. Ya no reclamo el no tenerlos conmigo como antes. He aprendido a leer sus huellas en muchas cosas, no precisamente de mi familia o parientes. Es una corazonada, una especie de flashback que llega de repente y me hace la conexión con mis ancestros. Como por ejemplo ésta, donde estoy sentada en una mesa con un foco que enfatiza su reflejo café, el mismo reflejo que inundaba el pasillo  de la casa de los Carrillo Curiel, que daba al ropero donde estaba la foto de mis abuelos recién casados. O como por ejemplo esta mañana, cuando me puse a cantar por más de una hora. 

Los cumpleaños, creo, cuando estamos muertos deberíamos festejarlos por partida doble. Es un honor nacer y luchar para amar la vida. También es un honor dejar la tierra y demostrar que la vida sigue. 











No hay comentarios: