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lunes, 25 de agosto de 2014

Hace un par de horas asistí a un evento de música medieval en la catedral de Saltillo a cargo del grupo Danserye. 

Debo decir que este grupo es de lo mejor que he podido escuchar en materia de música medieval, tan difícil de ejecutar justamente porque en esa época no existía la idea de hacer música a través de partituras. Apenas se colocaban las palabras y el ejecutante, normalmente conocido como trovador o minnesinger (Francia y España en el primero, Alemania en el segundo), debía darles musicalidad. Era una especie de jugarse el ritmo por el todo lo que volvía especial cada obra. 

De Chretien de Troyes a Bernart de Ventadorn, pasando por Guillaume de Machaut y Rimbaut de Vaqueyras, el mundo medieval sorprende por esa necesidad de transgresión o transfiguración de la obligadísima encomienda de escribir música sacra para enaltecer los valores de las patrias en ciernes. Es esa misma rebeldía la que le da un toque de misticismo a la música de esa época y al encuentro que tantos siglos después le acontece: finalmente, tanto mayor es la necesidad de purificación del hombre por su naturaleza humana como aquella que deviene en creación artística. La verdadera ascensión no es aquella ofrecida por los santos, sino por aquellos seres humanos que, en su completa y rotunda humanidad, intentan transgredir al dogma para ser la divinidad por ellos mismos, sabiendo que ésta es acotada por la universalidad a la que se aspira conocer un fragmento, pero jamás el todo. 

Por unos momentos pensé que tal efecto quizá no se habría producido si la opresión ideológica de aquel entonces no hubiera estado tan acendrada, y me parece que el mismo efecto se duplica ahora, en un tiempo donde pareciera ser que las venas del conocimiento y la expresión están abiertas, pero por una paradoja filosófica dicha apertura las ha conminado a un estatus de oclusión jamás visto en otros tiempos. La dichosa plataforma informativa, la generación del conocimiento y tantas otras patrañas impuestas como dogmas educativos para los niveles inferior y superior, crean un cerco de fuego inquebrantable al superponer ideas ni siquiera preconcebidas, sino en curso de concepción, que sin embargo están tan fuertemente custodiadas por los fines, eso sí, concebidos como plataforma de nación global, que difícilmente podrían ser derribadas, incluyendo por las manifestaciones del "arte". 

Y es que para ser honestos, a este siglo, al igual que al medioevo, le sobran prejuicios. Los de ahora son más sofisticados que los de esa época, pero no por ello menos perniciosos. Todo lo contrario. Invitan a la laxitud en la creatividad, a la exposición desmedida de la miseria humana que, lejos de ser una visión balzaquiana de la vida con un propósito emancipador, se contenta con regodearse en el fango hasta la letra final de la página, de la canción o de cualquier otra expresión artística. Literatura, cine, danza, música, pintura y teatro también se han visto, de cierta manera, globalizados por la idea de lo que yo consideraría es el metanihilismo: se trata de anular el todo por el todo sin remordimiento de conciencia y de abarcar el sinsentido hasta que una ola de gravedad pase, a saber, una tercera guerra o la invasión alienígena, o peor aún, la llegada de reinos imaginarios de carácter divino. 

El rechazo de la ascensión espiritual no como una prioridad religiosa sino como una vocación natural del ser por recuperar el diálogo directo con el alma se ve, tanto en una como en otra época, como un tópico postergable e intransitable: se trata siempre de hablar de las guerras con el otro, la otredad en guerra, la otredad como culpable de la situación que el otro yo del actor descansa libremente, en espera, en el medioevo, del jucio final, y en esta época, de la compra de un Sony Z1 para vivir en una realidad virtual feisbuqueana más placentera. Por tanto, la manifestación de las artes se ve constreñida a una dinámica de elementos aislados que no aportan sino el eco de lo que civilizaciones venideras podrían tomar como la señal correcta para no tomar el camino equivocado. Esta dinámica aporta elementos sencillos y fáciles de reconocer e incluso de organizar, a saber, que sus variantes terminan siempre en la misma conclusión, ideológica o artística. 

La música medieval pagana es la respuesta a la sacralización de la miseria. Por eso es que no retumba ni enaltece las almas, por eso es que únicamente en las catedrales se oye y se conversa (y convierte) mejor en un lenguaje musical pobre, dentro de un contexto donde el poeta más avezado y osado toma aliento y arroja una o dos metáforas contra la naturaleza humana pero sin poder profundizar en su vacuidad. 

Del mismo modo opera nuestra música. La interpretación de los signos musicales nos avisan del cierre de una etapa en donde el sonido dejó de ser armonía para convertirse en un postulado de inconformidad y cobardía que no esconde pero tampoco lanza la piedra certeramente. 

¿Estamos ante el renacimiento? Me gustaría decir que sí, pero no sé si el tiempo alcance. 

Esto lo pensaba en la catedral de mi ciudad, y de pronto me vi rodeada por el gusto decimonónico de las tardes dominicales en una provincia que se niega a ser ciudad pero está invadida de centros comerciales. 


Coincidencias sonoras: el lied y la melancolía sabatina

Hace unos días leía un libro escrito con singular iniciativa: resignificar (cualquier cosa que les pueda decir ese neologismo global) al teatro, a la poesía, a la música y a la pintura dentro del contexto del holocausto (tema del que me ahorraré mi discurso por el momento dada su extensión). 

La idea era maravillosa: por primera vez en muchos años veía a un autor inteligente capaz de verter sensibilidad poética a una obra literaria. Y aunque el resultado no fue precisamente la consumación de una obra considerada, desde ya, como clásica (faltaría, claro, saber la clasificación de nuestros sucesores dentro de cien o doscientos años), me permitió observar que a este siglo le sobra soberbia y memoria del triunfo y le falta noción de la estética y algo llamado rebeldía.

No es que el acto de amalgamar géneros y artes sea un crimen. Todo lo contrario: ¿acaso la preservación de las estructuras es un deber, cuando éstas sirven únicamente a la producción de hostiles obras que desprecian al espíritu? 

La fusión de las artes en esta época, bastante más abierta que la capacidad del performance y la musicalización de la literatura y filosofía medievales, está pasando por una crisis en donde se cae muy frecuentemente en la trampa de disfrazar textos literarios para convencer al lector sobre la versatilidad del autor de escribir y/o saltar de un género a otro. Lo mismo ocurre en el campo de la música y el cine, en donde las estructuras, como era digno de esperarse, debieran ser transfiguradas para darle paso a una riqueza discursiva incapaz de contenerse en un sólo esquema. Sin embargo, la realidad es que estamos invadidos por innovaciones artísticas que nunca supieron el punto de origen desde su concepción y por lo tanto dan hacia la nada. 

No es tanto el caso de la obra que leí, quizá por eso fue que me emocioné de pronto al ver una protonovela creada en base a nuevos conceptos de la transgresión. Digamos que es la pieza puesta en el extremo positivo desde el cual veo al resto de las obras innovadoras que han salido en los últimos días: fusionar los tiempos y los géneros no es una cuestión arbitraria, si bien el arte jamás ha sido una sucesión de etapas ni procesos creativos.

El acto creativo multidisciplinario debería tener muchísimo más rigor al momento de mezclar como nunca antes se le ha impuesto esa obligatoriedad. Si bien el siglo pasado nos fueron anunciados los lindes del pensamiento y la creación del mundo occidental, el siglo en curso debería apostar, como algunos artistas ya lo han hecho, por la reconfiguración del acto creativo a partir de las estructuras dadas, para hablar ya no de lo mismo, sino de aquello que jamás ha sido hablado: si la cuerda o mecha se terminó por un extremo, es tiempo de viajar al otro lado de la vela, o de la Luna. Da igual. 

La apuesta de este autor por manejar su novela en forma de lied me pareció el acto más honesto y limpio de una disciplinada búsqueda hacia la renovación del arte, lo haya conseguido o no. Basarse en Schubert, básicamente, en la obra "La muerte y la doncella", es casi premonitorio: el mundo del arte es la muerte y la creación es la doncella. Mientras el primero la insta a morir en sus viejas ataduras, la segunda repele todo contrato que constriña su capacidad de desplazamiento por la vida. 

Mientras pensaba en eso, salí a la sala a escuchar lo que mi hermano oía. Era un cuarteto de cuerdas. Y era precisamente esa obra de Schubert. Eso: la atención a la sincronicidad de los elementos primarios a partir de los cuales puede nacer una obra es en este siglo la respuesta, y no tanto el afán excéntrico de mostrar que hay inteligencia y ruptura en un mismo creador. Se trata de jugar a renombrar al arte a partir del arte poniendo atención respetuosa al arte. 

No sé si en la época medieval se puso atención a la época clásica. Creo que no. Estaban dormidos. Por eso los órganos: es casi como escuchar un ronquido en una catedral. El ronquido del papa. El ronquido de dios esperando que el humano se libere. 

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