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jueves, 12 de julio de 2012

Perras sinfónicas

Mi perra orquesta, mi perra saxofón, mi perra sirena, mi perra lavandera. Son dos y son la misma. Son el yin y el yang canino que nunca imaginé existirían. Salgo a barrer el patio y Luna, la rubia, la perra rusa que aterrizó en Little Jump por error, se arregla su estola blanca adherida a su cuello de cisne, se arremanga el rastro ebúrneo de su abolengo ubicado entre las patas, y de inmediato se pone a lavanderear, metiéndose dentro del cubo de agua que le queda a la mitad. Me oye tallar la ropa y me sigue el compás: en otra vida, fue bluesera o jazzista y como sabe que amo la música porque pinta la soledad, llegó a mí, para llenarme de aullidos tipo el vocalista de Opeth..., y también para llenarme de pelos (para desgracia de mi neurosis). Llego de la calle, de vivir un día caótico y terco, y Lexa está ahí, negra como gitana perdida también en Rusia, gorda para insulto de los comunistas, mensa como ella sola y más dulce que el pan, aguardando mi mano cargada de libros y papeles para lamerme. Tengo una dosis de cariño asegurada por quince años y mi criterio sobre lo absurdo que resulta "Platero y yo"  para la literatura hispanoamericana por cursi, en la basura: de pronto me veo hablando con diminutivos, rascando panzas y guardando envases del Downy para que jueguen mis muchachas, las peludas que revolucionan la casa a las dos de la mañana (saben que estoy despierta leyendo) o se exponen, facilotas que son, a que un misil les caiga a mediodía (no necesito explicar de dónde aprendieron ese hábito). Pituca y Petrarca, Viruta y Capulina,  Pinky y Cerebro. Lexa y Luna me regalan la paz que necesito en tiempos pinches, donde la ilusión se alimenta de música y los días corren, uno detrás del otro, en pos de un recuerdo futuro impregnado de una feliz nostalgia. 

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