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sábado, 28 de noviembre de 2009

El Relámpago

Agárrale bien la mano y observa la dirección del relámpago, decía papá balbuceante de números y psicotrópicos en la saliva. ¡Fuerte, idiota! La energía no va a esperarte para ver si tienes ganas de hacerlo bien o no. Sostenle la espalda, suave pero rígida, tonta, las vértebras son los nódulos centrales de esta maravilla llamada cuerpo humano.


El jinete eléctrico otra vez es un enano y lleva bocinas ultramodernas para pedir un poco de atención. Es que me da miedo que truene, papá. Me da miedo que se vuelva blandito y yo no sepa qué hacer. Imbécil, me decía, igualita que tu madre. ¡De eso se trata, de que lo sientas blandito! Los que caminamos somos blanditos, güerca estúpida. Los que caminamos…


¡Grash, trom, cram! Vestir azul me desagrada, son esas botellas entre verde olivo y plúmbago las que iluminaban sus ojos, como de aparecido a media noche. ¡No te quedes ahí parada, idiota! ¡Ayúdame, que los números del rayo en el espacio viajan rápido! ¿Como tu cerebro, papá? No, cómo le iba a preguntar así, si él era un ingeniero de ideas futuristas, el mejor de toda la región. Y yo cerraba los ojos para no pensar que tú los tenías abiertos las veinticuatro horas.


Entonces, nació el relámpago y serviste de pararrayos, papá cayó fulminado en tu lecho seco, macho estéril a destiempo, joven eternizado, monigote de carne sin vida. Yo perdí la movilidad de los dedos de mi mano izquierda y la libertad de tener qué cuidar de cada rayo, de cada burla, de la locura de papá.


La nota salió en todas partes, la abuela lloraba –la gente creyó que era por la tragedia, pero en el fondo los tres sabíamos que era por tanta pluma de cuervo escupida por las bocas juzgadoras– y yo me debatía entre invitar o no a los amigos de papá al sepelio: siempre me cayeron mal por doble caras, y además temí que quisieran apostar el ataúd cuando se les terminara el dinero en las partidas de póker que acostumbraban hacer en cualquier lugar que tuviera una mesita.


No sabes cuántas ganas me daban de salir en medio de la lluvia y en la bici seminueva que dejaste. Nunca lo hice porque papá no me enseñó a andar en bicicleta. Cuando respirabas, aspirabas también la atención de papá. Al morir, te chupaste de un solo jalón su vitalidad y la fe en las cosas que tienen movimiento. Como los rayos al llover. Por eso me ordenaba obsesivamente que te agarrara bien de la mano cada vez que tronara y relampagueara.


Llegué a odiarte por estar en ese lugar privilegiado, sentadito como muñeco de cera, bien peinado y perfumado: papá te amaba y de seguro mamá estaba contigo más tiempo del que pasaba conmigo.


Ahora que soy vieja ya no te odio tanto. Es más, creo que hasta te compadezco: luchando contra tu propia inercia de ser primero eterno, y luego el tapete de mi habitación, no conociste ni la mitad de lo que yo sé como heredera que soy del extravío de papá. Cuando te sacaba a pasear en tu sillita de ruedas, sabes, me daba risa. Sí, risa. De lo ridículo que es todo: tú ya ni te cansabas y en cambio yo, chiquita y medio ajena a todo lo que ocurría, llegué a creer que yo era la que se desplazaba detrás del espejo y no tú. Que papá era puro cuento y por eso le salía tan mal el papel. Que tú seguías dándole lata a mamá con tus necedades de príncipe infeliz.


A pesar de los años, aún tengo grabadas esas escenas en las que papá se soltaba platicando y riendo contigo ante los ojos pelones de la gente que lo veía sosteniendo dos vasos de limonada, a cada uno de los cuales le daba un sorbo entre enunciado y enunciado para ver si antojándote te hacía volver a la vida. A veces creo que lo que mantuvo a flote a papá fue platicar contigo, un muñeco sin aire, siempre peinado igual. El jardín con aquellos geranios resaltaba por su mancha de inocencia: las flores nunca pueden estar locas. Papá sí.


Y ahora, idiota, recoge esa piel que desinflaste sin mi permiso, imagino que llegará papá y de un golpe sacará un pivote para inflarte de nuevo: yo quería un globo de helio con un panda pintado y un corazón al fondo. Él me decía que pocos tenían un hermano-globo que no volara porque dentro de sí no había nada, ni siquiera helio… Pero tú no eras un globo, eras un hermano sin entrañas.


Se quema las yemas. Un olor a chicharrón rancio impregna la casa. Ella se despide de sus cosas al compás del trueno que la mueve como si fuera el muñeco que lleva en sus manos el viejo de la danza.


Ahora, un canal importante de televisión transmite un reportaje sobre el primer hijo disecado por su padre. Varios museos están apostando todo para quedarse con los restos del tapete humano. En dos segundos más, el niño apagaá el televisor y le contará a sus clasemedieros padres la historia que acaba de ver en un noticiero de corte amarillista. Dentro de dos horas, pensará que el mundo está loco porque los padres no permiten que las historias insólitas se sienten en mesa ajena a la hora de cenar.

2 comentarios:

Marcelo Dance dijo...

Estamos en plena época de tormentas eléctricas. Lejos de la protección a la que estaba acostumbrado en la gran ciudad, donde las tormentas se sienten “de lejos”, aquí en Goya, una ciudad de casas bajas con 80.000 habitantes, las tormentas son mucho más directas y carnales.
Se sienten en la piel. En el cuerpo. Se sienten en las descargas que salen por el cable del modem o por el velador de la mesita de luz aún con el suministro de energía eléctrica suspendido, que hacen parecer una tormenta tropical a un fenómeno Poltergeist.
Pero bueno, todo esto no pasa de ser una pequeña e insignificante anécdota frente a lecturas como ésta.
Me quedó la misma extraña sensación que después de una de esas tormentas. Que después que cae uno de esos rayos que con su furia ya han quemado equipos de 4 ó 5 radios a través de las antenas.
Una sensación eléctrica. Dúlcemente incómoda. Una sensación que pocas personas pueden lograr en los demás. Y vos Marlén, sos una de las elegidas por los Dioses.
Besos y que éste sea el mejor diciembre de tu existencia…

Marlén Curiel-Ferman dijo...

Marceloooo!

No sabía que las descargas en Goya fueran tan "fenómeno" (voz española, please). Y yo que me asusto con un toquecillo que de vez en cuando me da la reja de mi cochera!

Gracias por tus palabras, creo no merecerlas. Pero sí que me merezco ser leída por el buen Marcelo Dance.

La tormenta de 2009 casi pasa. Yo también espero que sea el mejor diciembre de tu vida. Yo, ya sabés, ando con la cuenta regresiva. Y mi biorritmo me trae con la madre en rastra.

Te mando un megabeso, cuidate!