Las cinco de la tarde. Iba a salir pero, por primera vez en toda mi vida, me quedé encerrada en mi propia casa. Perdí las llaves, perdí mi clase de literatura precolonial, perdí tres horas mortificada, estresada, llena de asuntos por resolver (de esos que no sirve de nada resolver, pero se tienen qué resolver y generalmente se llaman compromisos).
Las siete cuarenta y cinco de la noche. No perdí mis llaves: mis alumnos me las sacaron de la bolsa (y como abogada me queda la duda de si tendré que serlo con ellos, pero la madre que no ha sido madre me dice que respire hondo y reflexione y me ponga en su lugar: las bromas suelen pasarse de la raya. El mundo se ha pasado de la raya con ellos, los hijos de un futuro tuerto).
Las diez de la noche. Siento algo extraño por mi cabeza y mi corazón:creo que lo que queda de la semana no tendré fuerza para cambiarlos. Ellos son quienes deben de intentar cambiar, pero nada lograrán si para empezar odian leer, escribir, estudiar, hablar. Aún así, me siento raramente triste por un acto de adolescentes...
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