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jueves, 26 de mayo de 2011

¡QUE VIVAN LAS VERDURAS!

Me gusta que mis hijos coman verduras. Sus caritas de infelicidad son lo más importante en mi vida: si les doy chayote, fruncen el ceño; si son zanahorias, una ligera expresión nauseabunda se dibuja en su rostro de pequeños diablos.

No me vean así. Son unos pequeños diablos. Sólo al diablo se le ocurre mandarme a mis dieciséis al primero. Tengo veintitrés y una carrera como bailarina en la basura. Por eso me gusta tanto darles verduras. Cuando oigo sus vocecitas diciéndome: “No mami, por favor ya no nos des más berenjena cruda, prometemos ayudarte a limpiarla mejor la próxima vez”, siento como que la vida se reconcilia conmigo: ellos son infelices por un momento y yo, la reina de la felicidad.

Si ellos me dicen que odian el tomate porque les da picazón en su cuerpecito, con mayor agrado se los agrego en su comidita. Si va crudo, mejor: ver cómo se rascan sin parar es mejor que ver las comedias de la televisión. De postre siempre trato de darles alguna cosilla de sabor singular para que vayan aprendiendo lo amarga que es la vida: cebolla con azúcar, ajo con miel y limón, acelgas con cajeta. Desde luego que todo con moderación: yo les digo que no quiero tener niños obesos en mi casa, porque de inmediato los odiaría como al peor de mis males. Y se ponen bien prestos a acabarse su manjar del día.

Don Andrés, el de la verdulería, siempre me anda presumiendo con el resto de las vecinas. “Si vieran a Mariquita, les daría vergüenza alimentar a sus hijos con pura porquería esa de la calle. Sus hijos están flaquitos pero macizos. Bien chapeaditos, bien sanitos”. Lo que no sabe, es que cuando terminan de comer, como siempre tienen ese rictus con indicios de vómito, yo les pellizco los cachetes y el gaznate para que ni se les ocurra siquiera pensar en vomitar. Después de todo, me costó harto trabajo pelar las papas sin cocer y rellenar los chiles poblanos con verdolagas crudas.

También les parto sus rabanitos a diario para que se los lleven a la escuela, y por las mañanas, antes de que se vayan, les doy su buen licuado de alfalfa con germen de trigo y un poquito de ajo, para que se despierten y la maestra no le sufra dándoles clases… ya de por sí tiene que aguantar el bajo coeficiente que heredaron del idiota de su padre.

Para mí, los días más esplendorosos son precisamente los miércoles de verduras: todo me sale a la mitad, y así tengo todo por partida doble: comida, sentimientos de satisfacción, y la sensación de que el tiempo se pasa pronto, semana a semana, porque los miércoles de verduras me entienden perfectamente: ya llevo así siete años, qué tanto falta para que estos escuincles del demonio se larguen de una vez y para siempre jamás… Perdón, es que también quise ser actriz y aún recuerdo los parlamentos de mis personajes: puras mujeres tristes, como yo; víctimas del destino, como yo; abandonadas, también como yo…

Definitivamente, Dios no estuvo a mi lado cuando concebí a estos engendros, pero sí que está del lado de los campesinos, de los verduleros y de los supermercados, porque en su existencia veo la manera de arruinarles la infancia a mis pequeños diablillos; en ellos he encontrado un sentido a mi vida: sin las verduras, estoy segura que mis hijos serían más que felices…

¡Que vivan las verduras!



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