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lunes, 18 de noviembre de 2013

Le buscaba entre los libros como el alfabeto primigenio que perdió desde siempre su fundamental letra, le buscaba incesantemente en el brillo del tiempo. Le escribía con la necesidad de renovarse a sí, entre espacios mudos, la piel conteniendo un amor ignoto, difícil de clasificar: ni mariposa ni puente, ni azul cobalto ni noche. No supo darle nombre a la alegría y la paz inherentes, y por eso, buscaba.

La fuerza fecunda de aquel signo, su voz, su mirada, le llegó por el viento y a través de manos y ojos hasta dar con el corazón. Su magnificencia avasalló su alma hasta hacerla entender que aquella fuerza debía cuidarse, contemplarse y tomarse como a los anillos de Saturno, de tenerlos en sus dedos.

Dicen que quienes encuentran, temen y quienes atestiguan, enmudecen, y que eso es una característica para no permitir la elevación de los hombres. Temió perder la vía, obligarla, ajustarla, doblegarla: era demasiado grande aquella fortuna. Sin embargo, se permitió entregarse después de toda una vida y no esperar nada excepto saber decir, saber callar, saber desear, saber estar, saber no estarlo y también saber amar. Y eso, sería un mandato de carácter universal.

De pronto, el desprendimiento adquirió lo sublime de la ternura. Así debe ser Dios cuando se le llama, dijo. Agradeciendo su ser aquella visión, se juró procurarla sin importar la forma que adoptara tal energía (pétalo de loto, de rosa, terciopelo, aire y menta, San Pedro, canción matutina, espada, sabiduría, fortaleza, inspiración, lealtad, silencio, o nada), tan benigna como inesperada.

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