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domingo, 3 de enero de 2010

Arrullo de coche

Suelo dormirme en los carros. El movimiento casi imperceptible de las llantas sobre el asfalto me arrulla.

Tiene una explicación mi comportamiento: cuando papá abandonó la familia, mamá debió salir a trabajar. A mis cuatro años, esta supermujer se hizo de su primer auto. Ahí aprendí a ser paciente cuando esperaba junto a la mujer ansiosa por el resultado de alguno de sus dos hijos mayores (mis hermanos) en los ordinarios: pernoctábamos a las afueras de la facultad de medicina y una hamburguesa de Astroburguer hasta conocer la calificación de materias como anatomía, histología y no sé cuántas más hasta que mi hermana por fin presentó con mención honorífica su examen profesional. Llegábamos antes que el sol de invierno se levantara a dejar a mi hermano en el bachillerato. Vivimos la evolución de pueblo chico a rancho grande en menos de diez años.

En la Caribe gris olivo de mamá aprendí a mirar por las ventanas, sonreír a los muchachos y sacarle la lengua a otros niños. Descubrí que era más divertido un frenón de aquellos que subirme a los jueguitos de la alameda: el asiento trasero era una resbaladilla y mi complexión, en aquel entonces, era perfecta para echarme maromas involuntarias de vez en cuando. También lloré hasta quedarme dormida. El asfalto y las curvas malhechas son la mejor consolación que se pueda tener.

Creo haber perdido el gusto de entregarme a Morfeo bajo la acción de las ruedas cuando era adolescente, etapa en la que viajaba al menos dos veces al año, la mayoría de las veces a Guadalajara. Aprendí a distinguir las siluetas de los matorrales y los otrora forajidos que caminaban como si una misma película se repitiera, hasta que desaparecían de mis ojos por el sueño o por la luz del sol. Dejé sal acuosa en las ventanillas y perdí quince o veinte cassettes entre viaje y viaje por el efecto de mi característico descuido. Ninguno era imprescindible en mi vida en aquel entonces y ahora sé que fueron responsables de la melómana que soy. Hubo algunos que jamás pude recuperar, mezclas de mi voz con las de la radio (me gustaba hacer imágenes acústicas para llevar en viajes largos), rockeros que siempre vivirán en los corazones de los que agarramos senderos extraños o poco convencionales. Eso sí: jamás molesté a un pasajero con mis libros porque no los leí mas que de día.

Traigo a colación esto, porque ya van dos semanas que viajo y en las dos he vuelto a quedarme dormida. La primera vez fue en un camión de Monterrey a Saltillo y la segunda en el carro de mi hermano de Saltillo a la misma ciudad.

En la primera dormí de cansancio y de espera, de tener la conciencia tranquila y demasiado sola, de escuchar la misma secuencia de las canciones de mi i-pod porque soy una mujer déjà vu en muchos sentidos. Dormí con los ojos llorosos y un speech que llevaba cargando casi ocho años: me he delatado como la mujer más reacia a perdonar los errores de la sangre, simplemente porque yo aprendí que la sangre jamás traiciona ni humilla. También lloré por todos los llantos que en casi 27 años no dejé salir, como por ejemplo, al sentir ternura con alguna canción chafa y pop. Y luego dormí porque estaba lavada y ajena de toda culpabilidad: es mentira que nazcamos con el pecado original en la frente, pues la humanidad actual no es culpable de lo que ocurrió hace más de dos mil años y en cambio sí es culpable de la apatía que la posesa.

En la segunda, dormí de estar en paz con la tierra, de sentirme ahora sí parte de algo que se mueve y trae de todo, y me lo pone frente a mis ojos para que yo tenga algo qué escribir, ahora que sé que mi vida es eso: hacer música con las letras. Me desconecté de todo ruido, de toda preocupación y de todo calendario. Creo que tener 27 años, además de invitarme a comprar zapatos cómodos y no glamorosos, empieza a darme a entender que no hay prisa por nada, excepto por vivir.

No recuerdo, en ninguna de las dos ocasiones, haber soñado algo especial, pero sí recuerdo haber emitido un saludo. Uno desde la de niña de 27 a la mujer de 5 años.

Y pasó al bajarme del auto y del camión.

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