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lunes, 18 de enero de 2010

Ma vie en caffe (O mi vida en un café)

Este café no es cualquier café. No, señores. No es del tipo Toks, Vips o Martin’s. Brincos dieran ser como él. Este café ha sido uno de los lugares donde más se ha dado oportunidad a la literatura, la música y la fotografía de existir, para fortuna de los despistados hijos de Eva que no damos pie con bola sin el arte y para… creo que para nosotros nada más. En este espacio de tres por diez metros, quienes tuvimos la oportunidad de subir la gradita y convertir este miniescenario en un lugar donde se podía gritar la palabra “obra” sin siquiera mencionarla, dejamos un día de nuestras vidas. Las otras veces dejábamos no solamente los días, sino también nuestro dinero, porque ah, qué sabrosos cafés venden en este lugar, señores. Quién no probó el rafaello, el claro de luna, los capuchinos y el moka banana. Estos sabores, por así decirlo, fueron uno de los pocos puentes que unieron a creadores consolidados y en ciernes, a falta de un punto en común para ver al arte: nadie se pudo resistir a estos regalos degustables con la lengua y los otros cinco sentidos.

Los pocos y risibles romanticones que vinimos a este lugar soñábamos con algún día poder tener la voz para leer a Lorca, a Sabines, a Baudelaire y tal vez a alguno que otro olvidado poeta que por no ser del establishment, ni siquiera figura entre las antologías literarias contemporáneas. Buscamos un amor (y no me digan los presentes que jamás creyeron en la posibilidad de encontrar entre libros y cafés a su alma gemela, porque ni de chiste les voy a creer) y hasta arreglamos el mundo que no nos entiende (porque para los demás, el artista es un inadaptado social, o a lo mucho, un soñador empedernido, un eterno adolescente con arrugas que no supo dirigir bien su vida…).

No, señores, este café no es cualquier lugar. Insisto en ello y no pretendo verme cursi porque lo que menos tiene este café es eso: cursilería. Aquí se apadrinó a mediadores de salas de lectura, se iniciaron movimientos civiles en pro de la dignificación de la promotoría cultural, se discutió sobre el nuevo arte y la confusión que a veces genera: no olvidemos que lo nuevo a veces es tergiversado con lo chafa y viceversa. Se recordaron viejos tiempos y se les honró, de manera muy modesta y con la palabra en la boca y el pastel, a quienes hicieron de esta ciudad reservada y amarilla una nueva opción para rescatar lo que a muchos de los seres humanos nos anima: el arte. La cultura. La apertura a nuevas maneras de ver el mundo a partir de un libro o un cuadro, un disco o una obra de teatro.

Recuerdo muy bien la primera vez que llegué aquí. Tendría unos veintidós y arribé como náufraga de una carrera que cada vez me defraudaba más. La librería (que antes no poseía ese horroroso vidrio que ahora la separa de este café) tenía imán y las fotos de Frida Kahlo con mayor razón. Era el boom de la Kahlo y era verano. Timo cantaba unas de Serrat y unas “oldies” ochentenas. Sábado. Nada de pendientes.

Como novia primeriza me entregué todita a sus encantos (los del café, no de Timo, ¿eh?) y nunca volví a ser la misma. De abogada a promotora cultural y de promotora cultural a aprendiz de poeta y escritora. En este y otros lugares sucedió la transformación, quizá por la confluencia de ciertos astros, por el destino o qué sé yo. El caso es que El Sorbito fue el primero en ver el resultado que ahora ven leyendo, cuando leí por primera vez mis poemas frente a unas veinte pacientes personas.

Creo que parte de la seducción que este lugar ejerció en mí, fue el hecho de ver con vida al arte: además del café, los libros y la música, estaba el Icocult con toda su cartelera y sus películas y sus conferencias. Su gente.

Sin embargo, no creo que todo lo anterior sea la verdadera razón por la que me convertí en una parroquiana de este café: si hay algo cierto, es que fácilmente yo hubiera podido prescindir de todo lo ya mencionado y aún así frecuentar El Sorbito: el Centro Histérico de la Ciudad es un ombligo que te llama a que lo lamas con la mirada, los oídos y las manos, a que te lo pegues a la cintura y no te quieras regresar a tu casa. Para mí, las calles-ombligo de la ciudad son precisamente las de Juárez e Hidalgo. El Sorbito, por lo tanto, es un café ombliguero. Imposible entonces cortarse el cordón umbilical.

Varias veces me lo imaginé como bar o café-bar. No creo que hubiera resultado. Creo, en todo caso, que el elemento ingenuo y a la vez envejecido que se enraiza en los cimientos del lugar lo obligaban a permanecer como lo que hasta ahora es: un café con pastelito y musiquita y ya. Nada más. Para beber, el Cerdo de Babel (goool). Para comer, la verdad no lo sé. Pero para tomarse un café, solamente aquí en el Sorbito. Aquí hice amigos, concerté citas para novios ejemplares que ahora descansan en el salón de la fama y en un lugarcillo preferencial de mi corazón de hotel. Aquí lloré y nadie me vio (o se hicieron los que no me vieron, a saber). Aquí escribí mis primeras cosas, que no les podría llamar escritos, sino embriones de ellos.

A propósito, me gustaría compartirles unos cuantos de ellos:


Olor

La pelota de la infancia
-fe, inocencia, estupidez infantil
marginación, la causa,
esa que llueve adentro
adentro no hay más casa-
la endurecida, negra pelota comedeseos
te ha dejado como blanco
en día de feria y dardo para tirar.

Estás hueco.
Sucede que nadie está preparado para decirlo:
es de mala suerte reconocer que nos vamos,
apocalítptica charla de café
estar uno bien gracias, la mano del otro estrechar
ahí vamos, ahí dónde, ahí, yo qué sé, ahí y ya.

Pasa que eres mascada y te mascas el cuento
te sabe a paja
te sabe a freno.
Otro día para reciclar.

No estás mal,
no hay culpables, ya te lo he dicho:
los new age dicen que la tierra está cambiando de vibra,
que esto va a tronar.

La nariz colectiva, la de la gente huelepalomasnegras
toca el filo otorrino de la muerte.
Todos callan
porque resulta que es el non plus ultra
que nadie quiere estrenar.

Vacío más vacío
es igual a cante hondo.

Yo te propongo
sostener el cántaro de nuestra agua de otros días
más violetas, más ñoños si prefieres,
transitar y cantar,
amor,
cantar y transitar.



Mujer del espejo

Salimos:
en las afueras del mundo,
donde no hay límites ni geografía,
placitas comerciales
parques, algarabía dominical,
hueco resultante entre estrella y persona
y que nombramos generalmente
viento,
no hay mapa estelar que nos indique lo contrario.

Me pregunto
quién nos protegerá de la lluvia
del temporal odiado
del soplo divino pero mojado
si ya sabemos
que el yang no existe
en la línea de nuestras manos.

Tomemos un café, mujer del espejo.


Soundtrack

Que suene el soundtrack
que tenemos tú y yo,
el de enfrente, el de los costados
y el de la esquina
para este día.

Uno más
de nuestras inconexas vidas.

Dios está de asueto:
podremos elegir
entre vivir la angustia
o celebrar que nos hemos topado
cara a cara
cuerpo a cuerpo
verso frente a prosa
foto a foto
banqueta a banqueta
y corazón a corazón.

Después,
te invito un café con amaretto
nomás para que oigas como quien mira llover,
en medio del desierto,
los besos dulces como de jicarita cantante
que manan en mi boca
y emergen de mi rojo tambor.

Por la tarde,
grabaremos discos sin portadas.

A la noche,
repartiremos ejemplares
entre los abatidos del alma;
verás que en el otro lado del mundo
el corazón de la tierra se inflama.

Verás que al amanecer
el naranja se clavará en sus miradas…

Verás que al final de cuentas
tener este soundtrack
de algo sirvió.


Hay gente que detesta tomar café y prefiere irse directamente a tomar una cerveza o cualquier otra cosa, acompañándose del imperdible ruido de bandas roqueras sin ensayar (¿o es que la idea es sonar a que no ensayaron?). Pero a mí me gustan los preludios. Es como una sesión de buen amor: primero las palabras dulces, luego la repartición de los panes. O como dijera la canción: empezó por un dedito y la mano agarró…

No sé qué hubieran pensado personalidades como Salvador Elizondo, Alfonso Reyes, Octavio Paz, Jaime Sabines o el mismísimo Julio Torri al respecto. Vaya, ni siquiera sé si este café les hubiera llenado el ojo lo suficientemente (seamos honestos: este café no estuvo a tiempo para vivir a Rulfo como lo hiciera el Café del Ágora en la Ciudad de México, ni tampoco albergó a movimientos artísticos importantes como lo hizo en su momento el Café de la Rotonde en París, por ejemplo) como para destinar una hora de sus vidas a ponderar las virtudes de un lugar que dentro de poco ya no existirá, porque la mano en la cintura de un sistema económico frío obliga a las dependencias culturales a prescindir de una vitrina donde la gente observaba a bichos haciendo arte y terminaban siendo parte del movimiento cultural.

O será que hace falta el paso del tiempo y que quienes estamos concentrados esta noche ya no vivamos más en este mundo para saber si este café logró pasar a los anales de la historia como el punto de reunión de inadaptados sociales, formuladores de contravenciones y enarboladores de contradictorios discursos mostrados en ropas, bolsos, mochilas, mostachos, peinados y maneras de vivir.

Quién sabe. Pero de que al sorbito se le extrañará, eso no hay duda. O al menos, lo voy a extrañar yo.


Leído el jueves 14 de enero en la lectura colectiva "Crónica de un Café". El Sorbito, Saltillo, Coah.

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