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lunes, 25 de enero de 2010

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Qué triste debe ser tener menos de veinte años y una ristra de noticias cargando en las espaldas desde las siete de la mañana, dije cuando tres de mis alumnos agotaron quince minutos en comentar la actualidad de mi pobre Saltillo, tan lleno de puentes y tan lejos de la hermandad (la sectorización de mi pueblo, su marginación, estoy segura de ello, viene no de un muro: viene de tanto distribuidor, de tanto no platicar con la gente de muy alto de la loma, con la que tiene su propio spa en su villa feliz, de sus plazas irreales donde caminamos de arriba para abajo a falta de parques y de un lugar mejor).

Comentan mi ciudad, comentan la televisión (que Cabañas fue baleado y a mí qué, cómo que a mí qué si es un ser humano, que te valga, era del América, y eso qué, wey, jugaba como pocos...). Comentan de la posibilidad de la abstracción de los diputados plurinominales y de ideas erróneas como que un par de homosexuales tienen sida por default. Comentan al enterrado vivo en la Aurora y se ríen de su estado narcótico. Comentan de Haití, de su gente, de los "complós" y todo eso. Y ríen, y pelan sus ojos de pichones adolescentes, sus pestañas de gente viva, más viva que yo y que los que me anteceden. Y luego vuelven a reír.

Pero yo sé que en el fondo, esa risita del final fue un "no comprendo/tengo miedo" que no sé cómo quitarles porque yo tampoco sé nada. Los abrazo con mi mirada cansada de pensar demasiadas negatividades y finjo sonarme la nariz por mi faringitis, cuando en realidad me seco las lágrimas que me salen sin querer. Los mando sin tarea: "ya, ya, váyanse a su clase de inglés". Y los vuelvo a apapachar afuera, cuando me invitan un cigarro y yo les digo que no, porque así perdí a mi padre...

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