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jueves, 29 de septiembre de 2011

FOTOGRAFÍA DE OTOÑO

En clase de fotografía. Afuera llueve. Me absuelvo de mi pesantez escapando por la lente: ¿Y si las gotas fueran las almas antiguas de mujeres retratables, guerreras como Amazonas y amerindias encajando las uñas antes de perder el nombre del terruño, lánguidas en el suelo como los cuadros simbolistas? ¿Qué me dirían? ¿Qué opinarían de mí? ¿Qué tipo de sed me diagnosticarían?

Me olvido del maestro, de que soy su interlocutor en la tercera fila (ni muy cerca ni muy lejos: así deben de ser las relaciones humanas, a priori). Olvido los muros, ellos se olvidan de darnos cobijo a mis compañeros y a mí. Disparo el flash. Advierto un ave azul plúmbago salir del obturador. Ya sé que nadie lo puede ver, porque yo padezco una ceguera parcial contra la materia de mis días: he vendido una porción de mi vista a los ángeles con tal de poder admirar aquello que otros sólamente perciben cuando sus narices han sido abiertas al regalo del otro lado del mundo, el roce del aleteo de una abeja muerta -ahora convertida en princesa de un Reino no registrado por los sabios, los exploradores, los historiadores o los topógrafos-, la luz rojiza de un rojo inexistente en este lado de la Tierra.

Siempre supe que durante el proceso de la fotografía, el fotografiado es el fotógrafo. La imagen persiste en sus pupilas, en la savia, en la sangre. Al momento de disparar entendí que no volvería a pisar la tierra misma, porque ahora estoy dentro de la imagen: en la clase de fotografía, las gotas de la lluvia y yo pudimos oler cómo nuestros sexos y nuestros nombres mojaban la faz de cada ser humano que salió a empaparse, la cabeza afuera de la ventana.

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