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martes, 19 de junio de 2012

Cuatro

Cuatro inmigrantes en una sola tarde. Cuatro. Cuatro hombres renegridos por el sol de Saltillo, en las calles coloniales que piden a gritos no ser afeadas por su acento sudamericano. O eso es lo que parece decir mi ciudad cuando estos cuatro hombres se acercan y piden un pedazo de pan, una moneda para una coca y nadie les hace caso. Que en Cáritas les vendieron el suéter que llevan puesto. No me extraña. Que pasarán la noche en una banca de la Plaza de Armas, que mi Catedral les contará un cuento de hadas y olvidarán por un rato que sus madres, sus esposas y sus hijos están muy lejos, en la vorágine de la modernidad y la pizca y una Latinoamérica violentada por esquemas neoliberales recalcitrantes. Allá está la vieja esperando en Colombia, allá la mujer de fuego en Tampa, Florida. Allá las flores, el padre, el rosario, la canción de cuna.

Buenas noches, madre, señora bonita, señorita linda, me dijeron. No hablaban unos inmigrantes. Hablaban cuatro seres abandonados que esperan cualquier gesto para volver a creer en Dios.

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