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viernes, 29 de junio de 2012

Palabras


Acércate, Hermes, y responde a mi plegaria,
mensajero de Zeus, divino hijo de Maya
que las pendencias dilucidas, guía de la humanidad […].
Con pies alados atraviesas los aires,
¡oh, amigo del hombre, profeta de la palabra! […]
Con tu poder investido, el lenguaje se torna elocuente.
Hazte presente, Hermes,  y atiende a tus suplicantes.
Ayúdame en mis trabajos, otórgame la gracia al hablar
e incrementa mi memoria.

Canto Órfico número XXVIII



A nuestros seres amados (los que habitan este mundo y aquellos que abandonaron la materia),
a las autoridades presentes,
a mis compañeros que hoy se gradúan de la Licenciatura en Letras Españolas:



Justificar por qué elegimos el camino de las letras es casi como intentar justificar el origen del lenguaje. Quizá haya sido, en ambos casos, por la necesidad absoluta de transmitir, como dijo Tolstoi, el conocimiento apreciado por el corazón y que la razón no puede explicar si no es por medio de palabras. 

Ha sido el amor por el conocimiento y la manera en que éste se enuncia lo que nos ha llevado a transitar, como observadores silenciosos mirando desde un resquicio al tiempo y a la humanidad, el acto de atestiguar la creación de la palabra: “Primero es un sonido que forma otro sonido, en la concavidad nocturna de las cosas”, dijo en su momento otro observador, Fernando Pessoa, y nosotros tomamos ésta e infinidad de oraciones como instrucciones para navegar por el útero donde se engendra el sonido que da paso a la palabra; para navegar por el ancho mar de los libros, que ahora sabemos jamás terminarán de crearse: mientras exista un lenguaje en constante construcción, habrá un mundo formándose y un testigo que lo ha de describir, modificar, criticar o embellecer.

Nos hicimos devotos de la palabra y de las consecuencias de explorarla –jamás se llega a conocerla totalmente–. Nuestra generación se convirtió en la defensora del respeto por el conocimiento y su expresión estética (la literatura) que tanta falta hacen en los días en que se industrializan la vida y  la esencia de la humanidad. En las aulas y con las enseñanzas proporcionadas por nuestra facultad, juntos exploramos los matices de la creación y la apreciación en todas sus dimensiones hasta al fin encontrar la anagnórisis. Alimentamos nuestros egos a temprana edad para luego despojarnos de ellos y erigirnos en aprendices de las letras, en meros copistas que al final crearían mundos alternos para embellecer nuestro tránsito por este mundo. 

Está de más afirmar que estamos conscientes del lugar en que nos hallamos: si bien es cierto que hoy llegamos a la meta trazada por los estatutos universitarios, también lo es que apenas hemos realizado el primer paso dentro de este largo camino. 

Por lo tanto, no estará de más el procurar siempre el silencio ante cualquier acto nuevo de creación que se nos presente ante nuestros ojos o ante nuestra pluma: será la humildad de asentir la ignorancia la que nos mantenga en el verdadero estatus de alumnos, que es el de la búsqueda de la iluminación del saber, y nos reconocerá finalmente como ciudadanos del mundo. No estará de más alejarse de la tentación de formar sociedades en hipogeos secretos y en su lugar transmitir a otros la exégesis del mundo contenida en los libros. De comprender que la verdad está ahí, pero también en los ojos de quienes las escriben y más aún, de quienes le dan vida una y otra vez a los entes literarios, para mantener viva la máxima de Alfonso Reyes que reza que el ente literario “está condenado a una vida eterna, siempre nueva y siempre naciente, mientras viva la humanidad”. De mantener la inocencia del niño cuando la ininteligibilidad de la vida aparezca escrita, de jugar con ella como Julio Cortázar, de volverla nuestra amante antes que nuestra musa. De mirar bien las palabras, de cortarlas y guardarlas, para poder reconocerlas, según Tomás Segovia. De agradecer la liberación que surge cada vez que se lee algo, pues solamente leyendo se adquiere objetividad, tal como también dejó asentado Pessoa. Y en casos oportunos o de extrema urgencia, de desnudarse de lo aprendido, como lo hizo en su momento Alberto Caeiro, para volver a aprender de los demás, cada vez que alguien enuncie su yo ante la gente, cada vez que alguien escriba su caleidoscopio para entenderse a sí mismo. De abrir los ojos y recordar, seamos creadores, lingüistas o literatos, que “la mejor literatura busca persuadir, convencer o asombrar: la mala erudición sólo sabe imponer su autoridad a la fuerza”, como escribiría Enrique Serna. De ser aliados del tiempo y la geografía antes que su enemigo: si el desierto (Coahuila, la ignorancia, este nuevo mundo instalado en la todavía objetable posmodernidad) insiste en regalarnos el abandono, nosotros le regalaremos nuestras flores y nuestros cantos: nada permanece en la Tierra salvo si queda escrito. 

Y sobre todo, nunca estará de más el agradecer la existencia de las letras: ellas nos han regalado el sentido de nuestras vidas, tal y como Jorge Luis Borges lo expresó en un poema, pues sabía que la poiesis es el sentido del todo: “Gracias quiero dar al Divino Laberinto de los efectos y de las causas  […] por el hecho de que el poema es inagotable y se confunde con la suma de las criaturas y no llegará jamás al último verso y varía según los hombres…”. 

Nuestra pasión es incluso más alta que nuestra voluntad. Adelante, esta vida apenas inicia.




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