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viernes, 18 de octubre de 2013

Es bueno intercambiar variables de tiempo y forma. Supondré que nunca llegué tan lejos y jamás desperté con otras ciudades dentro de mi propio cuerpo, que los semáforos eran señales de ángeles más que preventivos y la música no me bañaba pues yo era la música misma. Es bueno intercambiar los hechos para darle otro giro a la memoria: nunca estuve ahí ni allá, acá tampoco hay registro de mi persona en los compendios de novelistas o filósofos. En todo este tiempo me dediqué a ser Ámsterdam y Berlín, San Petesburgo y Nairobi. Nunca dije nada ni toqué elemento ajeno alguno, porque yo era la palabra escindida de mi boca y mi tacto le pertenecía a los pasos de todos. Es bueno intercambiar el registro de lo que uno cree existió porque solamente así se habla de la verdad: yo nunca he estado en donde me han visto o extrañado, mi lugar ha sido el anverso de los días grises y su boleto instantáneo a las calles de Madrid. Es bueno intercambiar las fechas, porque nada más así se descubre el sentido absurdo del tiempo: tenía 29 a los 12, leía libros de teoría social y cantaba con una guitarra las proezas del sol;  tengo 22 a los 30 y me asombro de la fortuna de ser al fin libre. Moriré -algunos creerán-  a los 82, pero seré consciente de que mi vida principió a los 30, justo cuando intercambié las miradas del reloj, las formas y las ciudades, y por lo tanto, tendré 52 al dejar la tierra. 

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