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sábado, 5 de octubre de 2013

Uno relee a Mijail Bakunin en las horas muertas del trabajo, cuando se cuestiona porqué se ha salido del hermoso seno adolescente, donde idealismo y libertad (la construcción primigenia de, por supuesto) eran tangibles y suficientes en las tardes prolongadísimas donde daba tiempo de leer libros de más de trescientas páginas y todavía tener tiempo y ánimo de ver una buena peli (o un buen par de ellas) en el canal 11, o de plano sustraerse del grito del eterno maternal a la hora de la cena descubriendo a quienes serán los clásicos de, si llega a haber vida después del 2100, las nuevas generaciones. 

Uno relee a Mijail Bakunin y recuerda cómo fue que Tolstoi lo amó porque también uno recuerda haber leído un guiño literario suyo en Ana Karenina. Es cuando uno se pregunta por qué habría sido necesaria leerla dos veces para entender que el verdadero narrador plantea en el intertexto todo un ensayo sobre la construcción del ser humano ideal, de lo deleznable que puede serlo en la realidad, o de perdido de cómo levantar una nueva nación: al ponerla contra un tren, Ana personifica a la rusia zarista que debería morir en manos del progreso. 

Uno relee a Mijail Bakunin y recuerda cuán ingratos fueron los años de colegio y de pronto se ve enlazando frases del niño de Coetzee y se da cuenta de que la infancia, si se la mezcla con la religión, puede ser la canción más triste de la existencia. 

Uno relee a Mijail Bakunin en las horas muertas del trabajo y encuentra esta deslumbrante frase: 

"Un jefe en el cielo es la mejor excusa para que halla mil en la Tierra". 

Uno relee a Mijail Bakunin y se pregunta si los científicos podrán algún día hacer una máquina del tiempo para ir a vivir al siglo XIX, los libros en valijas, por supuesto. Uno relee a Mijail Bakunin y dan ganas de poner con chinchetas los papeles ingratos de las horas raras en donde uno deja de ser uno para al terminar la jornada poder volver a volar. 

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