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miércoles, 16 de octubre de 2013

Y nada más que bailar. Podrás sentir el temblor en la panza al sentarte y ver en soledad las mejores películas que el cosmos jamás podrá entender, porque el lenguaje humano se hizo para hacer callar a todo lo demás; la rabia áspera entre las manos al intentar detener la prosa entre las horas del trabajo, su combate escondido, su perfume violento; la analogía muriéndose por volverse metáfora cuando la calle te cruza; la espuma de la verdad entre anaqueles y papeles con olor a paradigmas incansables de joder. La brillante espuma que no te deja espacio para los pulmones ávidos de otra cosa aparte de la tristeza sin fin de los rostros o de su aparente indiferencia inmaculada a los gadgets. Bailar y bailar para sentir ese hilo de plata que te une los pies sin pedicure con la tierra, cansada de sobrenombres y de rituales, de apóstatas amantes que lavan sus ropas con imposición de un cariño innecesario. Bailar y bailar hasta colgarte de la estrella más alta, la más linda, la que más furia tiene en su seno y por tanto suena más estridente y mejor. Hoy no quería salir al mundo porque sé su respuesta y la tuve. Hoy sólamente quería bailar y bailar, como hace tres horas, hacer del ritual de la danza, la poesía que no pienso cantar o escribir porque bailando se comprende el instante y se deja atrás la tentación de imprimir las huellas dolidas de alguien que no quiere bailar aún, pero te habita. Umbra, le dicen unos. Ego, los psicoanalistas. Bailar hasta perder la conciencia de la banca que se perdió entre las páginas y aparece de pronto en la cocina, un martes a las cuatro, la mesa servida de ecos de ébano. 

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