Siempre he amado la hora en que amanece en primavera. Más aún si la ha precedido una noche de intenso calor que impide conciliar el sueño enajenante que te lleva más allá, a una dispersa realidad.
Amo, por ejemplo, esta hora: el sol sale como si fuera un guerrero que se enlista poco a poco para librar una batalla entre la apatía del hombre y la euforia de la naturaleza. Si por alguna razón el día anterior regañé a las golondrinas que anidan en el foco de la entrada de mi casa por dejar sus miserias sobre el techo de mi auto o sobre la cochera que me tardó tanto limpiar, en la mañana les doy las gracias por rezarle a la vida con ese énfasis que hace que el mundo, la Tierra, lo que de verdad importa, se despierte y lo intente todo otra vez.
Los pajaritos chileros también hacen lo suyo. Tengo un nido de ellos en la copa de mi naranjo, junto al nido de tórtolas. Es raro, pero entre estas tres clases de aves jamás ha existido un roce o una pelea. Me pregunto si algún día esto será posible entre los humanos.
Respiro hondo: siempre huele a fábrica con obreros recién bañados, a cielo limpio -en mi Ciudad aún puede respirarse algo de pureza- a árboles mojaditos, a flores bañadas como de caricias de la noche. Huele a cambio cromático del paisaje, a carros apurados con niños tomándose su chocomilk, a una Marlén que siempre se ha parado en el mismo punto del patio para sonreír siempre mirando hacia arriba, como cuando era niña y agarraba ánimos para ir a estudiar.
Me quedo con esta foto. Que tengan un maravilloso día.
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