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martes, 26 de mayo de 2009

El Pacto

Ahí les va Ungüento de la Cripta versión Marlén desvelada, pero aprobada en su materia de sintaxis del español... ¡Le gané al chingado Chomsky! La transición a ser Computer está muy cerca...

Bonito Martes, los quiere una loca.

EL PACTO

Marlén Carrillo Hernández

Estaban reunidos por tercera vez. En las dos primeras se gastaron el tiempo determinando sus funciones dentro del Consejo y en decir hola, cómo estás, cómo te llamas, mira qué casualidad, de dónde vienes, ah, de ahí era mi abuelita… Mientras tomaban un café con amareto, veían las opciones para establecer el orden mundial que imperaría a partir del décimo quinto mes de ese año.

—Tomemos en cuenta que tenemos diferentes culturas. Nuestras costumbres difieren en muchas ocasiones —dijo una morena de cabello grifo al tiempo que elevaba su mano.

—Así es, sería muy difícil entender nuestras realidades. Por ejemplo, si yo eructo al terminar de comer no es para desagradar a los demás, sino porque en mi cultura se nos enseña a hacerlo como un cumplido para el cocinero —dijo otro de los asistentes.

—A mi gente no le gusta que le hablen fuerte —enunció en voz bajita otro.

—Y a nosotros no nos gusta que al hablar nos miren directamente a los ojos —dijo alguien más mientras dibujaba monitos en su cuaderno.

—Pues a nosotros no nos gusta que nos digan nuestras verdades…

El silencio no se hizo esperar. Un individuo de tez amarilla y ojos rasgados escupió sobre la mesa el té verde que llevaba en la boca por la conmoción recibida. El señor tornó su piel casi albina en el salmón de la carátula de su reloj a prueba de agua. Sus manos se mimetizaban con el morado que anuncia en este lugar las cinco de la tarde. Los ojos redondos y grises parecían planetas perdidos en la galaxia del resto de los concurrentes. De pronto, su nariz alcanzó a respirar esa mezcla repugnante de lociones de variados matices que sólo tenían un punto en común: todas eran muy costosas y sólo eran compradas por ellos.

—Lo que usted acaba de decir es algo que a todos nos incomoda —le espetó un señor de barba roja con azul— debería tomarlo en cuenta. Ya me dolió la cabeza.

Pero la misma señora morena de cabello grifo volvió a levantar su mano y dijo: —Creo que el señor acaba de decir una premisa universal. A nadie nos gusta que nos digan nuestras verdades. ¿Les parece si es lo primero por lo que votaremos a favor?

Todos coincidieron. A partir de ese momento, ninguna verdad que incomodara sería dicha. Era la Ley Universal de Cordialidad entre los Pueblos del Nuevo Mundo. Y sería obedecida por todos.

Pasó el tiempo. El nuevo mundo se sostenía bajo un sistema axiológico de verdades complacientes que invitaba a cada individuo a ser lo más honesto posible cuando se tratara de elogiar a alguien. Sin embargo, todas las verdades incómodas serían minuciosamente calladas. Todo aquel que rompiera esta regla, sería desterrado del Nuevo Mundo y para siempre.

Solamente los niños eran perdonados por una vez en toda su infancia si incurrían en la falta de decir una verdad incómoda. El Nuevo Mundo dispuso que cuando eso ocurriera, el niño fuera tratado con el rigor de la agogé de los antiguos espartanos durante cinco años, al término de los cuales, el niño entendía que la verdad incómoda desequilibraba la armonía de su entorno.

Pasó así que todos se saludaban muy gentiles y el odio crecía en sus corazones. Las enfermedades de sus ancestros volvieron, pero nadie podía decir que éstas habían regresado con la implementación del nuevo sistema axiológico de las verdades complacientes: decir eso era una verdad incómoda. Y ya sabemos lo que les pasa a los que dicen una.

Dicen que nada es para siempre, y un día, en una reunión como aquella que ocurrió hacía mucho tiempo, hubo un hecho extraño. La bisnieta de la mujer morena de pelo grifo llevaba un peinado que no le sentaba bien. Obviamente, la gente se limitó a alabar sus zapatos, su vestido o sus anillos para seis dedos, y si ella preguntaba por su nuevo peinado, simplemente le decían que la pregunta sobraba.

Pero el nieto del hombre que dio pie a la máxima de las verdades incómodas hizo algo para rebelarse contra la tradición que había impuesto su

bisabuelo con gran pesar. No le importó que fuera desterrado. No le importó que no tuviera un nombre grabado en oro en los anales de la historia. No le importó que su apellido desapareciera por completo. No le importó que de aquella ley el Tribunal del Nuevo Mundo hiciera la más cruenta exégesis en contra de sus palabras. Él simplemente dijo:

—Tu peinado es horrendo. Y es horrendo que todos digamos siempre falsedades.

El primero en reclamar fue el bisnieto del hombre de tez amarilla que escupió el té verde el día en que el abuelo del rebelde dijo la primera verdad incómoda. Le siguieron todos los demás. Y otra vez, como en los viejos tiempos, el ambiente quedó enrarecido por la mezcla de lociones costosas.

Después de eso, inarmonía total. La verdad se convirtió en puntas de flecha de antiguos mundos que daban justo en el centro del ego de cada individuo. Las caretas se cayeron: resultó que todos odiaban algo en el otro; que aquel pantalón caqui siempre estuvo enamorado de aquella persona de falda de flores de granada; que miles de secretos y opiniones hirientes, a pesar de ser linternas en tiempos de escasez, salían como propulsados por lenguas que eran metralletas, que eran bazucas de verdades. Resultó que la voz hacía eco y unos despertaban y eran felices y corrían desnudos sin sus máscaras y otros se deprimieron por no saber qué hacer con esa desnudez.

Fue como despintar la tela del uniforme gris que usaban los colegiales, un banquero y la camarera de los hoteles virtuales que había alrededor: el color volvió. El rojo y el negro eran los que más dolían. El blanco sabía a una esperanza que se reía en la cara azul de los ahogados por la verdad. Todos se habían mentido, todos eran nadie sin mentir.

Unos determinaron hacerle la guerra al país del joven rebelde. Otros, quitarle los suministros que sostenían su economía. Otros más los borraron de sus mapas oficiales. Y unos cuantos, unos pueblos chiquitos y olvidados, decidieron unirse a la causa del joven rebelde. Estaban cansados del sistema axiológico del Nuevo Mundo.

Y comenzó una guerra. Y sucedió que esa guerra acabó con todas las verdades y con todas las mentiras; y con la gente, también. Para algunos de los sobrevivientes, la verdad era la asesina, para otros, la mentira fue la semilla mala que engendró el problema.

Fue entonces cuando dejaron este planeta a buscar otro lugar. Y el mundo ahora está solo.

Y eso es todo, Señor Dios General de la Galaxia IV, Sector Mundos Azules. Entiendo que no supe hacer bien mi trabajo. Como dios menor, presento mi renuncia en este mismo segundo luz.


1 comentario:

J dijo...

Cualquier parecido con la realidad es pura y absoluta coincidencia... que mal no?

-J