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viernes, 5 de diciembre de 2008

¡Ah, qué bonito es lo bonito!

Me aburren las fiestas familiares. Me exaspera su hipocre­sía, esa cosa extraña que les entra a las mujeres de mi fa­milia di­recta (por ambas partes) cuando la mezclan con un poquito de preten­sión y exage­ración de las cosas cotidianas que les pa­san.

Llego y casi siempre me siento ajena a las de mi clan, que se supone somos el matriarcado por excelencia. Ellas serán matriarcas, yo no. De niña era más fácil: me ponían de paje­cito en las bodas y todas me chuleaban. De puberta, la cosa era singular: mientras ellas aumentaban su aguda y a la vez sonora voz cuando platicaban como guacamayas can­tadoras al unísono, yo me iba apartando del epicentro, di­rigiéndome casi siempre donde mis sobrinos, todos hijos de primos míos, que en aquel entonces eran un primor. Así, aprendí a jugar a las ca­nicas a los trece años, a ver tole­rar películas del odioso Barney a los catorce y a jugar a las muñecas miniatura a los quince. En esa etapa hasta era divertido ir a una fiesta fami­liar, pues los grandes hacían su alboroto y yo compartía mo­mentos más sinceros con los niños.

Pero los niños crecieron y las niñas se hicieron igual que sus madres. Así que comencé a sentirme rara en medio de esas caritas en transformación letal: ya no hablaban de Winnie Pooh, lo de ahora era el detestable reguetón; antes yo era la emperifollada hippiosa, ahora era la abogada que se leía a Borges mientras sus sobrinas se pintaban iguali­tas a Tatiana, pero para salir a las fiestas.

No sé cuándo ocurrió, la cosa es que un día lle­garon los quince años de varias de ellas y las bodas de otros cuan­tos. Al principio, por allá de mis dieciséis, me entusiasmaba bailar de traje de gala con mi papá las can­ciones de moda, por lo que la raya rosa que pintaban mis primas mayo­res me parecía una cosa sin importancia. Ya des­pués me fui acarto­nando ante las preguntas que las mujeres, tanto del lado de mi papá como del de mi mamá, hacen: “¿Cuántos años tienes? ¿Que estudias derecho? ¿Para cuándo te nos casas tú? ¿Por qué no quisiste que te hicieran fiesta de XV años? ¿Estás a dieta? ¿Te cortaste el cabello? ¿Tu cabello es así de la­cio? ¿Ya tie­nes novio? ¿Y sí sales a pasear los fines de semana? ¿Y para qué estudias francés? ¿Y sí tienes tiempo para salir con tus amigos? ¿Y para qué te pones a estudiar letras? Está bien fá­cil: te presento a la A, a la E… Mira quién te viera, tan ca­lladita y tan bai­ladora…” Preguntas a las que siempre contesto con la falsa sonrisa de una “Miss Ántropa” ganadora en repeti­das ocasio­nes. Debo confesar que me entretiene un montón con­testar con frases irónicas de inalcanzable comprensión para su ce­rebro barnizado de rev­lon 8.0. O a veces las engaño a las pobrecitas diciéndoles lo que quieren escuchar.

Incluso, he llegado a explotar la vena de dramaturga que no tengo cuando me siento con mi vestido largo e ima­gino que a mi vez formulo preguntas que ni al caso: “¿Por qué a tu edad le restas diez si en realidad me llevas veinte años? ¿Que eres una ama de casa aburrida? ¿Sabías que los años no pasan por ti, sino que se quedan? ¿Por qué no quisiste estudiar algo? ¿Te gusta la vida fácil? ¿Por qué te pones faja en vez de po­nerte a dieta? ¿Tu cabello siempre ha sido rubio? Digo, porque tu piel es más bien algo morena… ¿Eres acapulqueña? ¿Sabes lo que significa trascender en la vida dejando a un lado a tu prole y a tus cosméticos? ¿Dónde queda el WC?”.

Supongo que hay algo en mí que se transpira (“tu hija es tan transparente”, le dijeron alguna vez a mi jefa) por­que en los últimos dos años ya no me increpan con preguntas capciosas como antes. O tal vez sea que ya se les acabó el repertorio y ahora esperan a que cumpla treinta para pre­guntarme cosas pro­pias de esa edad. Algo así como “Caramba, qué rápido pasa el tiempo. ¿Cómo es que tú ya tienes treinta y yo sigo viéndome igual?”. Espero tener más piedad de ellas cuando llegue esa etapa… Sí, yo creo que así será.

Mientras tanto, pensaré en el vestido que debo comprar para los XV de una sobrina: ¿Rosa quinceañera o negro vela perpetua? Ninguno de los dos: rojo pirujo, para que se aca­ben de infartar.

¡Ah, qué bonito es lo bonito!…

1 comentario:

mike dijo...

Las interminables preguntas...

Genial la del WC! : )