Sucumbí al Facebook:

viernes, 5 de diciembre de 2008

Las malhabadas también podemos ir al cielo

Decir una mala palabra no es sinónimo de ser una persona con ba­jos escrúpulos o sin moral. Decir una mala palabra significa que quien la profiere está consciente de su li­bertad de expresión, aquella por la que tanto se pugnó en la revolución mexicana, que dicho sea de paso, valió para pura madre.

Pero resulta que el término libertad asusta ya desde que es pro­ferido por el insensato que lo ostenta. Las per­sonas tienen miedo a ser libres. A tener libertad para hacer y deshacer, para ser uno mismo frente a los demás. Se aferran al límite de la no contravención de las buenas cos­tumbres y se convierten en funda­mentalistas que cas­tran y descuartizan la posibilidad de explotar el espacio de li­bertad que por derecho natural les es inherente a su per­sona.

Por eso no es raro ver que en una sociedad, los ar­tistas y filósofos sean vistos con mala cara: muy en el fondo, quienes re­prenden esa espontaneidad para ser y ac­tuar tienen una envidia terrible a quienes se han emanci­pado de los viejos protocolos so­ciales. Una envidia basada en el miedo a no querer dar el salto para lograr la liber­tad, pues de ese salto nadie sale ileso: una vez afuera, la gente no te verá igual. Quizá ya ni figures entre ellos.

La espontaneidad para ser y actuar, como bien lo di­jera Erich Fromm en su libro El miedo a la libertad, es una cualidad de quienes se convierten en moldeadores de su pro­pio mundo. A ellos se les conoce como artistas (o fanto­ches, según el lado desde donde estemos). Al artista le im­porta crear en liber­tad, no producir en cantidad. Ser autó­mata es el peor castigo para esta especie.

¿Con esa boquita comes?

Sin embargo, si bien es cierto que existe una élite (por así llamarlo) de osados seres que actúan en libertad, también lo es que esta élite se reduce al género masculino. Es altamente im­pro­bable que dicha máxima haya sido enten­dida en su concepción uni­versal. Los hombres pensaron que la libertad fue hecha para ellos, nunca para las mujeres. Mi abuelo y mi padre decían: “Dios y hombre”… hasta Dios en el mundo occidental también tiene pene.

Lo peor del caso, es el número de mujeres de la anti­gua era que piensan que ser libre es estudiar para partirte el lomo en el trabajo, con un salario inferior al de los hombres y con una carga de trabajo doméstico que no puede ser considerada como ex­tra, sino como un regalo divino, in­herente a tu condición de mu­jer. La liberación femenina nomás nos ha servido para ser más neuróticas, frustradas e infelices que antes: trabajamos do­ble, nos exigen ser como hombres durante el día y tiernas gatitas en la noche. Vaya pro­greso.

Y es aquí donde viene la catarsis: las malas palabras. Cuando una dice “pinche madre” no nos estamos refiriendo a nues­tra madre o a la madre del vecino. Estamos diciendo “mugre vida, mugre suerte”. Es verdad que no arreglamos nada. Que nuestros la­bios de rubí emiten sa­pos y somos estéticamente rechazables frente a los demás. Pero se siente rico decir una grosería de vez en cuando y sin pudor alguno. Digamos que es una especie de or­gasmo de género. Tampoco tenemos la intención de lastimar a al­guien cuando decimos “chingado”. ¿Cómo po­dríamos lastimar con una ofensa hecha ex profeso para nosotras mis­mas, las chingadas?

Hay palabras que ofenden y lastiman más sin contener grose­ría alguna. Son fra­ses hechas con dolo, alevosía y ventaja. Con ánimus jo­dendi, como le digo yo. Decir “qué gorda estás y qué an­tipática eres, por eso nadie te quiere”; o “eres un donnadie, un buenopa­ranada” y otras tantas que pululan en las bocas de esta rara so­ciedad, de­muestra una profunda rabia y frustra­ción perso­nal endilgada al primer imbécil que se les pone en­frente.

He visto a lo largo de mi vida cómo he tenido que di­mitir los privilegios que merezco como el ser humano que soy. Y todo por no ajustarme a los cánones sociales. Harta de tanta repre­sión, a falta de cigarros y vino, me conformo con de­cir “no ma­mes” o “ya, güey”, cuando la vida me tira de los pelos (todos) y cuando pla­tico de las nimiedades a las que me veo su­jeta por ser mexicana, ca­tólica no practi­cante, intelectual y re­clamante de un espacio chi­quito para crear y respirar.

Y aunque no lo crean, así como yo, existen otras tan­tas muje­res que son buenas bestias y lo único que hacen es tratar de vivir lo más tranquilamente posi­ble, sin afectar ni ser afecta­das. El que di­gamos malas palabras una vez sí y la otra también, es quizá un llamado de atención, unas ganas tre­mendas de que nos abracen y nos acepten como va, con vagina y ce­rebro, con pechos y corazón. Personas a las que, al igual que los hombres, les encan­taría ser felices en su sociedad.

Obvio es que en todo este escrito no estoy incluyendo a las pe­rras (así les digo yo a quienes son crueles, egoís­tas, insensi­bles, castran­tes y perversas con hombres y mu­jeres por igual). Esas pueden irse al de­monio desde aho­rita.

Y por eso es, señoras y señores, que yo pienso que las mal­habla­das también podemos ir al cielo.

1 comentario:

mike dijo...

Mi profesor de canto, el Maestro Carlos Cea y Díaz que en paz descanse me comentó alguna vez:
Las groserías son como el vómito. Existen y todos alguna vez regurgitamos, de hecho qué bueno que existe! porque tiene una función profiláctica y saludable.
Sin embargo, no por eso vamos y metemos la cabeza en una cubeta de vómito. Creo que ciertamente en la misma libertad de decir lo que queremos tenemos la opción de hablar de la manera en que mejor nos parezca.

Y dentro de todo esto, coincido contigo en que no hay malas palabras, son las personas las que les damos el sentido. Como decía en su poema el maestro, la palabra es un obsequio del Creador al ser humano.

besos