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martes, 24 de febrero de 2009

Día de Labandera

Leí que era el Día de Labandera. Así que llevé mis ropas sucias para que la doñita se hiciera cargo de la labor de transmutar el polvo, la mugre y el sudor en belleza impoluta.

Toqué la puerta, me abrió una mujer llamada Patria. Cuando vio mi canasto, se echó a llorar. No supe qué hacer, mientras lloraba destilaba soldaditos por las mejillas.

-Les han enseñado en las escuelas a cantarle a mi hermana -dijo. Pero más que nacionalismo, a nosotras nos gustaría más que nos honraran con el favor de una sonrisa a los desvalidos, una moneda si se pudiera, un mendrugo, una visita a los asilos. Una flor a las marías, a los maguitos, a los drogadictos. Un momento de luz sin granadas, un acto de sacar banderas blancas antes que himnos cantar. Un acto de buena fe por parte de los que defienden y deciden la justicia, otro de honestidad para los que hacen política; y un poco de libertad para los que escriben la verdad en los diarios.

- Pero déjame tus harapos, hijo. Huelen a monte desértico, a pastizales que no han sido, a erosión. Huelen a smog, a tristeza. Si me cantas esperanza, las lavaré con el fervor de las caras que no se creen lo que ven en los anuncios de la televisión. No somos el país de los luchadores. Somos un pueblo que nació de la ensoñación: yo soñé que algún día seríamos libres de amar y de ser lo que nuestro destino nos pidiera. Y tú, hijo, ¿qué sueñas al día de hoy? -le tomé las manos, lisas como la seda de los banderines que me compraban de chiquillo el día de la independencia, y le besé la esperanza de no criar nacionalistas, sino humanos con la noción del respeto hacia ellos mismos y con la razón de la mano con el corazón. Le juré en ese beso que algún día los atracos entre humanos mexicanos pararía, que tuviera fe en el tiempo, que nada es eterno, y menos el dolor.

Pero yo la vi muy demacrada. Y caminando con mis ropas oliendo a suelo nuevo, me dispongo a extenderme cuan largo soy por las campiñas y los bosques urbanos, las casuchas de cartón, los poblados sin teléfono. Me hice un cielo azul, parchado, pero azul. Y sigo en pie de guerra. Una donde no haya muertos, una donde sólo se pelee por alcanzar el amor, en su universal dimensión.

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