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domingo, 1 de febrero de 2009

La lavadora

Como impelida a seguir una orden venida desde mi lavandería, llevé un montículo de telas oscuras a lavarse en la inteligente -pero no menos que yo, se los aseguro- Lavadora Fácil (no resbalosa. Y en eso sí tiene qué ver conmigo, también se los aseguro). Agarré la cubeta azul de plástico ergonómica y la llené con el agua reciclada que había dejado ex-profeso (pues la inteligencia de mi Lavadora Fácil me ordena cosas que haré al día siguiente), para luego verterla en su tina.

Quiera el cosmos de las lavadoras que lo que oí fue una ilusión: un gato maullaba frenéticamente cada vez que yo le agregaba agua a la lavadora, mi Lavadora Fácil. Era como si el gato me reclamara que le echara agua en vez de whiskas... Un gato odia el agua. Y un gato estaba al fondo de la lavadora.

Ya en otras ocasiones lo había escuchado. Pero le atribuía al origen del sonido causas probables y mucho más lógicas como el vacío que crea el agua vertida de sopetón.

Crispada cerré la puerta de mi Lavadora Fácil. La encendí y la programé. Luego caminé despacito donde mi refugio de gatos antilavanderos: mi cuarto.

Pero todo tiene su fin, y cuando llegó el momento de recoger la ropa, un escalofrío recorrió mi cuerpo: la ropa toda mascada, como arañada, salió reluciente. Y el gato antilavandero ahora ronroneaba feliz: había comido más de mil watts.

Y no sé si continuar reciclando el agua, matar al gato invisible dentro de mi lavadora o hacer otro cuento.

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