Siempre al girar por la callecita mortal que le da la espalda a los bomberos aparece en las noches el anciano norteño y sombrerudo que se mimetiza con el viejo árbol de la placita que jamás reverdecerá porque el aire es del desierto. Entiendo que está ahí para decirme que otra noche más ha llegado y que esperaba ver a mi palomo doblando por esa esquina. Me pregunta cómo estoy. A veces me sale al encuentro mientras parpadeo al compás de la encandilada de los autos. Nunca me paro a hablar con él. Es algo libidinoso, olvida que es viejo y rugoso, que es árbol y yo mujer.
Al mediodía casi siempre se mira como lo que es: un árbol. Licha a don Chuy y a su amigo de la otra cuadra que viste traje vaquero de mezclilla. Les mira las manos, los naipes, el cigarro que se chutan entre los dos y a escondidas de sus ancianas y dominantes mujeres. Escucha sus quejas, huele su miedo a la muerte. Pero si yo paso, ay de mí si no le celebro que me haya guiñado el ojo: ese viejo tronco, ese anciano arbolado es todo un caso. Sentido, adopta la circunspección de don Tomás, el de las impresiones de la escuela: aprovechando que la oscuridad invita al olvido, hace como que no me mira, no me da las buenas noches. Me manda algún gato maullar en la cochera, a ver si él me escucha mis ojeras igual que él.
Un día de estos lo quitan. Y otro día de estos yo envejeceré. Lástima que no sea acacia o algo por el estilo... No me imagino la de galanes del futuro que asustaría con mis insinuaciones de anciana mujer.
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