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domingo, 8 de marzo de 2009

Una propuesta sensata (abran sus ojitos, gobierno)

NADIE ES IRROMPIBLE
Marzo82009

• PUBLICADO EN EL UNIVERSAL

“¿Quién fue el primero que dijo que el hombre hace cosas feas sólo porque no sabe cuáles son sus verdaderos intereses?”
-Feodor M. Dostoiesky, Memorias del Subsuelo

Era conocido que Guillermo González Calderoni llevaba una vida rutinaria. Aunque los ex comandantes Ismael Cantú Lara y Juan Dávila Cano, sus amigos, fueron acribillados después de que se estableció en McAllen, él no dejó de acudir una o dos veces por semana al restaurante Siete Mares de esa ciudad de Texas; ni se privaba de los nachos con arrachera ni de su plato favorito: las ancas de rana; ni tomó rutas diferentes para ir con sus abogados desde las dos mansiones que poseyó allá. Manejaba sus propios autos. No usaba pistoleros, aunque algunos llegaron a confundir a El Chato, su inseparable acompañante, con uno de ellos.
Famoso por la muerte de Pablo Acosta, el arresto de Miguel Ángel Félix Gallardo, su cercanía con Amado Carrillo y con Juan García Ábrego; por denunciar que Raúl Salinas ordenó el asesinato de Francisco Xavier Obando y Román Gil, colaboradores de Cuauhtémoc Cárdenas en la campaña presidencial de 1988; y famoso por su chaleco café claro de borrego, el ex comandante fue testigo protegido de la DEA y a finales de 1990 quedó por su cuenta. En los siguientes años ganó a México los juicios de extradición que se promovieron en su contra, y desde entonces, hasta la mañana del jueves 6 de febrero de 2003 -cuando fue ejecutado por dos hombres de color- se movía, confiado, por las calles de McAllen.
Nadie como él conoció, durante décadas, el mundo del narcotráfico mexicano. Su nivel de información, dicen, superaba con mucho al que en su momento manejó Santiago Vasconcelos. Entonces, ¿cómo fue que se descuidó? ¿Cómo permitió que lo mataran?
Lo alcanzaron, dicen, porque el mensaje que el crimen organizado quería dejar es que nadie se escapa de la venganza. Ni aún huyendo a Estados Unidos, santuario de los “gargantas profunda”. Usaron a “El Cabezón” (como le llamaban los muy cercanos) para enterar a los otros. Y lo lograron.

***
-¡Ríndete, pinche Pablo! ¡Entrégate o te va a cargar la chingada!-, gritó González Calderoni. Era un abril fresco de 1987 en la sierra del ejido Santa Elena, cerca de Ojinaga, Chihuahua. Unos dicen que El Cabezón gritó por un megáfono desde un helicóptero. En realidad no fue así. Iban él y otro, El Zurdo, en una Suburban blanca. Pablo, El Zar, El Pablote o El Padrino, había fumado enormes cantidades de coca.
El comandante presumiría después la pistola de Acosta como trofeo de guerra.
El rumor, semanas antes, era que el narcotraficante de Ojinaga tenía los días contados. Terry Popa, un reportero de El Paso Times, lo entrevistó y parte de esta plática se publicó por esos días. Pablo se refirió a sus conectes: militares, policías, políticos. Mostró su lado amable también. Los sábados acostumbraba recibir a la gente del pueblo y tenía dos debilidades: los estudiantes y los enfermos. A muchos de los primeros los becó; a los segundos los mandaba a Houston, Texas, con los mejores médicos. De eso contó a Popa. Un criminal malo es fácil de liquidar; a uno con “vocación social” difícilmente lo encuentran. Por eso, Pablo necesitó que lo “pusiera” (entregara) alguien de peso. Fue Amado Carrillo, entonces su jefe de escoltas (“Ya vengo, Pablo. ¿Se le ofrece algo)”. Quería la plaza.
-¡Ríndete, pinche Pablo!-, le gritó González Calderoni. Para él no había rendición que valiera, y lo sabía. Patas-pa-lante de Ojinaga, era la consigna. El libro de Popa en el que llovían datos, estaba por ver la luz.

***
No hay manera de eludir la pregunta: ¿Cómo protegerá el Estado mexicano a quienes encabezan la actual guerra contra el narco? Nadie es irrompible. La respuesta inmediata y de Estado debería ser ineludible también, porque eventualmente habrá cambio de administración (o, quizás antes, cambios en el gabinete). ¿De qué manera se dará protección a estos servidores públicos que, si creemos en la promesa del gobierno, no necesitarán pactar protección con ciertos cárteles ni dejarse corromper para después pagar escoltas, autos blindados y rutinas?
México es un país de vendetas políticas; y el mundo del narco, de venganzas. Antes de morir, Santiago Vasconcelos se quejó ante algunos periodistas cercanos de que el gobierno le había asignado un equipo mínimo de seguridad. No digo que su muerte fue provocada; que lo afirme quien tenga datos. Eso decía Vasconcelos.
El gobierno mexicano debería empezar, cuanto antes, a explorar modelos de protección experimentados en países como Italia, por ejemplo, en donde no importa quién llegue al poder: el Estado garantiza que nadie tocará a sus servidores públicos una vez que cumplieron sus tareas.
Ofrecer desde ahora una protección que trascienda sexenios, gobiernos y voluntades políticas daría certeza no sólo a los funcionarios que trabajan en el subsuelo, sino también a los ciudadanos. Propongo que sea parte de la estrategia renovada en la guerra contra el narco. Eso, e –insisto- ir por un programa inédito contra las adicciones; uno de integración de los “rendidos” (amnistías y perdones) a la sociedad; uno de búsqueda incesante de los que lavan el dinero de las drogas en el sistema financiero.
La estrategia debe ser más amplia. La revisión debe ser obligada porque los tiempos son inéditos: ¿Cómo protegeremos a los que juegan del lado de la legalidad? Las armas, insisto, generarán más violencia. Más vale que lo asumamos.

http://www.alejandropaez.net/08-03-2009/nadie-es-irrompible/

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